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En la Escuela Nacional de Guerra

11 de noviembre de 1953

Señores:
He aceptado con gran placer esta ocasión para disertar sobre las ideas
fundamentales que han inspirado una nueva política internacional en la República
Argentina.
Es indudable que, por el cúmulo de tareas que yo tengo, no podré presentar a
ustedes una exposición académica sobre este tema, pero sí podré mantener una
conversación en la que lo más fundamental y lo más decisivo de nuestras
concepciones será expuesto con sencillez y con claridad.
Las organizaciones humanas, a lo largo de todos los tiempos, han ido,
indudablemente, creando sucesivos agrupamientos y reagrupamientos. Desde la
familia troglodita hasta nuestros tiempos eso ha marcado un sinnúmero de
agrupaciones a través de las familias, las tribus, las ciudades, las naciones y los
grupos de naciones, y hay quien se aventura ya a decir que para el año 2000 las
agrupaciones menores serán los continentes.
Es indudable que la evolución histórica de la humanidad va afirmando este
concepto cada día con mayores visos de realidad. Eso es todo cuanto podemos decir
en lo que se refiere a la natural y fatal evolución de la humanidad. Si ese problema
lo transportamos a nuestra América surge inmediatamente una apreciación
impuesta por nuestras propias circunstancias y nuestra propia situación.
Es indudable que el mundo, superpoblado y súper industrializado, presenta para el
futuro un panorama que la humanidad todavía no ha conocido por lo menos en una
escala tan extraordinaria. Todos los problemas que hoy se ventilan en el mundo
son, en su mayoría, producto de esta superpoblación y superindustrialización, sean
problemas de carácter material o sean problemas de carácter espiritual. Es tal la
influencia de la superproducción y es de tal magnitud la influencia de la técnica y
de esa superproducción, que la humanidad, en todos sus problemas económicos,
políticos y sociológicos, se encuentra profundamente influida por esas
circunstancias.
Si ése es el futuro de la humanidad, es indudable que estos problemas irán
progresando y produciendo nuevos y más difíciles problemas emergentes de las
circunstancias enunciadas.
Resulta también indiscutible que la lucha fundamental en un mundo superpoblado
es por una cosa siempre primordial para la humanidad: la comida. Ese es el peor y
el más difícil problema a resolver.
El segundo problema que plantea la industrialización es la materia prima: valdría
decir que en este mundo que lucha por la comida y por la materia prima, el
problema fundamental del futuro es un problema de base y fundamento
económicos, y la lucha del futuro será cada vez más económica, en razón de una
mayor superpoblación y de una mayor superindustrialización.
En consecuencia, analizando nuestros problemas, podríamos decir que el futuro del
mundo, el futuro de los pueblos y el futuro de las naciones estará
extraordinariamente influido por la magnitud de las reservas que posean: reservas
de alimentos y reservas de materias primas.
Esto es una cosa tan evidente, tan natural y simple, que no necesitaríamos hacer
uso ni de la estadística y menos aún de la dialéctica para convencer a nadie.
Y ahora, viendo el problema práctica y objetivamente, pensamos cuáles son las
zonas del mundo donde todavía existen las mayores reservas de estos dos
elementos fundamentales de la vida humana: el alimento y la materia prima.
Es indudable que nuestro continente, en especial Sudamérica, es la zona del mundo
donde todavía, en razón de su falta de población y de su falta de explotación
extractiva, está la mayor reserva de materia prima y alimentos del mundo. Esto nos
indicaría que el porvenir es nuestro y que en la futura lucha nosotros marchamos
con una extraordinaria ventaja a las demás zonas del mundo, que han agotado sus
posibilidades de producción alimenticia y de provisión de materias primas o que
son ineptas para la producción de estos dos elementos fundamentales de la vida.
Si esto, señores, crea realmente el problema de la lucha, es indudable que en esa
lucha llevamos nosotros una ventaja inicial, y que en el aseguramiento de un futuro
promisorio tenemos halagüeñas esperanzas de disfrutarlo en mayor medida que
otros países del mundo.
Pero precisamente en estas circunstancias radica nuestro mayor peligro, porque es
indudable que la humanidad ha demostrado -a lo largo de la historia de todos los
tiempos- que cuando se ha carecido de alimentos o de elementos indispensables
para la vida, como serían las materias primas y otros, se ha dispuesto de ellos
quitándolos por las buenas o por las malas, vale decir, con habilidosas
combinaciones o mediante la fuerza. Lo que quiere decir, en buen romance, que
nosotros estamos amenazados a que un día los países superpoblados y súper
industrializados, que no disponen de alimentos ni de materia prima, pero que
tienen un extraordinario poder jueguen ese poder para despojarnos de los
elementos de que nosotros disponemos en demasía con relación a nuestra
población y a nuestras necesidades. Ahí está el problema planteado en sus bases
fundamentales, pero también las más objetivas y realistas.
Si subsistiesen los pequeños y débiles países, en un futuro no lejano podríamos ser
territorio de conquista como han sido miles y miles de territorios desde los fenicios
hasta nuestros días. No sería una historia nueva la que se escribiría en estas
latitudes; sería la historia que ha campeado en todos los tiempos, sobre todos los
lugares de la tierra, de manera que ni siquiera llamaría mucho la atención.
Es esa circunstancia la que ha inducido a nuestro gobierno a encarar de frente la
posibilidad de una unión real y efectiva de nuestros países, para encarar una vida
en común y para planear, también, una defensa en común.
Si esas circunstancias no son suficientes, o ese hecho no es un factor que gravite
decisivamente para nuestra unión, no creo que exista ninguna otra circunstancia
importante para que la realicemos.
Si cuanto he dicho no fuese real, o no fuese cierto, la unión de esta zona del mundo
no tendría razón de ser, como no fuera una cuestión más ó menos abstracta o
idealista.
Señores: es indudable que desde el primer momento nosotros pensamos en esto,
analizamos las circunstancias y observamos que, desde 1810 hasta nuestros días,
nunca han faltado distintos intentos para agrupar esta zona del Continente en una
unión de distintos tipos.
Los primeros surgieron en Chile, ya en los días iniciales de las revoluciones
emancipadoras de la Argentina, de Chile, del Perú. Todos ellos fracasaron por
distintas circunstancias. Es indudable que, de realizarse aquello en ese tiempo,
hubiese sido una cosa extraordinaria. Desgraciadamente, no todos entendieron el
problema, y cuando Chile propuso eso aquí a Buenos Aires en los primeros días de
la Revolución de Mayo, Mariano Moreno fue el que se opuso a toda unión con
Chile. Es decir, que estaba en el gobierno mismo, y en la gente más prominente del
gobierno, la idea de hacer fracasar esa unión. Eso fracasó por culpa de la junta de
Buenos Aires.
Hubo varios después que fracasaron también por diversas circunstancias. Pasó
después el problema a ser propugnado desde Perú, y la acción de San Martín
también fracasó. Después fue Bolívar quien se hizo cargo de la lucha por una
unidad continental, y sabemos también cómo fracasó.
Se realizaron después el primero, el segundo y el tercer congreso de México con la
misma finalidad. Y debemos confesar que todo eso fracasó, mucho por culpa
nuestra. Nosotros fuimos los que siempre más o menos nos mantuvimos un poco
alejados, con un criterio un tanto aislacionista y egoísta.
Llegamos a nuestros tiempos. Yo no querría pasar a la historia sin haber
demostrado, por lo menos fehacientemente, que ponemos toda nuestra voluntad
real, efectiva, leal y sincera para que esta unión pueda realizarse en el Continente.
Pienso yo que el año 2000 nos va a sorprender o unidos o dominados; pienso
también que es de gente inteligente no esperar que el año 2000 llegue a nosotros,
sino hacer un poquito de esfuerzo para llegar un poco antes del año 2000, y llegar
un poco en mejores condiciones que aquella que nos podrá deparar el destino o
mientras nosotros seamos yunque que aguantamos los golpes y no seamos alguna
vez martillo; que también demos algún golpe por nuestra cuenta.
Es por esa razón que ya en 1946, al hacer las primeras apreciaciones de carácter
estratégico y político internacional, comenzamos a pensar en ese grave problema
de nuestro tiempo. Quizá en la política internacional que nos interesa, es el más
grave y el más trascendente; más trascendente quizá que lo que pueda ocurrir en la
guerra mundial, que lo que pueda ocurrir en Europa, o lo que pueda ocurrir en el
Asia o en el Extremo Oriente; porque éste es un problema nuestro, y los otros son
problemas del mundo en el cual vivimos, pero que están suficientemente alejados
de nosotros.
Creo también que en la solución de este grave y trascendente problema cuentan los
pueblos más que los hombres y que los gobiernos.
Es por eso que, cuando hicimos las primeras apreciaciones, analizamos si esto
podría realizarse a través de las cancillerías actuantes como en el siglo XVIII, en
una buena comida, con lucidos discursos, pero que terminan al terminar la comida,
inoperantes e intrascendentes, como han sido todas las acciones de las cancillerías
de esta parte del mundo desde hace casi un siglo hasta nuestros días; o si habría
que actuar más efectivamente, influyendo no a los gobiernos, que aquí se cambian
como se cambian las camisas, sino influyendo a los pueblos, que son los
permanentes, porque los hombres pasan y los gobiernos se suceden, pero los
pueblos quedan.
Hemos observado, por otra parte, que el éxito, quizás el único éxito extraordinario
del comunismo, consiste en que ellos no trabajan con los gobiernos, sino con los
pueblos, porque ellos están encaminados a una obra permanente y no a una obra
circunstancial.
Y si en el orden internacional quiere realizarse algo trascendente, hay que darle
carácter permanente, porque mientras sea circunstancial, en el orden de la política
internacional no tendrá ninguna importancia. Por esa razón, y aprovechando las
naturales inclinaciones de nuestra doctrina propia, comenzamos a trabajar sobre
los pueblos, sin excitación, sin apresuramientos y, sobre todo, tratando de cuidar
minuciosamente, de desvirtuar toda posibilidad de que nos acusen de intervención
en los asuntos internos de otros Estados.
En 1946 cuando yo me hice cargo del gobierno, la política internacional argentina
no tenía ninguna definición.
No encontramos allí ningún plan de acción, cómo no existía tampoco en los
ministerios militares ni siquiera una remota hipótesis sobre la cual los militares
pudieran basar sus planes de operaciones. Tampoco en el Ministerio de Relaciones
Exteriores, en todo su archivo, había un solo plan activo sobre la política
internacional que seguía la República Argentina, ni siquiera sobre la orientación,
por lo menos, que regían sus decisiones o designios.
Vale decir que nosotros habíamos vivido, en política internacional, respondiendo a
las medidas que tomaban los otros con referencia a nosotros, pero sin tener jamás
una idea propia que nos pudiese conducir, por lo menos a lo largo de los tiempos,
con una dirección uniforme y congruente. Nos dedicamos a tapar los agujeros que
nos hacían las distintas medidas que tomasen los demás países. Nosotros no
teníamos iniciativa.
No es tan criticable el procedimiento, porque también suele ser una forma de
proceder, quizás explicable, pues los pequeños países no pueden tener en el orden
de la política internacional objetivos muy activos ni muy grandes; pero tienen que
tener algún objetivo.
Yo no digo que nos vamos a poner nosotros a establecer objetivos
extracontinentales para imponer nuestra voluntad a los rusos, a los ingleses o a los
norteamericanos; no, porque eso sería torpe.
Vale decir que en esto, como se ha dicho y sostenido tantas veces, hay que tener la
política de la fuerza que se posee o la fuerza que se necesita para sustentar una
política.
Nosotros no podemos tener lo segundo y, en consecuencia, tenemos que reducirnos
a aceptar lo primero, pero dentro de esa situación podemos tener nuestras ideas y
luchar por ellas para que las cancillerías, que juegan al estilo del siglo XVIII, no nos
estén dominando con sus sueños fantásticos de hegemonía, de mando y de
dirección.
Para ser país monitor -como sucede con todos los monitores- ha de ser necesario
ponerse adelante para que los demás lo sigan. El problema es llegar cuanto antes a
ganar la posición o la colocación y los demás van a seguir aunque no quieran. De
manera que la hegemonía no se conquista. Por eso nuestra lucha no es, en el orden
de la política internacional, por la hegemonía de nadie, como lo he dicho muchas
veces, sino simplemente y llanamente la obtención de lo que conviene al país en
primer término; en segundo término, lo que conviene a la gran región que
encuadra el país y, en tercer término, el resto del mundo, que ya está más lejano y a
menor alcance de nuestras previsiones y de nuestras concepciones.
Por eso, bien claramente entendido, como lo he hecho en toda circunstancia, para
nosotros, primero la República Argentina, luego el continente y después el mundo.
En esa posición nos han encontrado y nos encontrarán siempre, porque
entendemos que la defensa propia está en nuestras manos; que la defensa diremos
relativa, está en la zona continental que defendemos y en que vivimos, y que la
absoluta es un sueño que todavía no ha alcanzado ningún hombre ni nación alguna
de la tierra. Vivimos solamente en una seguridad relativa, pensando, señores, en la
idea fundamental de llegar a una unión en esta parte del continente.
Habíamos pensado que la lucha del futuro será económica; la historia nos
demuestra que ningún país se ha impuesto en ese campo, ni en ninguna lucha, si
no tiene en sí una completa, diremos, unidad económica.
Los grandes imperios, las grandes naciones, han llegado desde los comienzos de la
historia hasta nuestros días, a las grandes conquistas, sobre la base de una unidad
económica. Y yo analizo que si nosotros soñamos con la grandeza -que tenemos
obligación de soñar- para nuestro país, debemos analizar primordialmente ese
factor en una etapa del mundo en que la economía pasará a primer plano en todas
las luchas del futuro.
La República Argentina sola, no tiene unidad económica; Brasil solo, no tiene
tampoco unidad económica; Chile solo, tampoco tiene unidad económica; pero
estos tres países unidos conforman quizá en el momento actual la unidad
económica más extraordinaria del mundo entero, sobre todo para el futuro, porque
toda esa inmensa disponibilidad constituye su reserva. Estos son países reserva del
mundo.
Los otros están quizá a no muchos años de la terminación de todos sus recursos
energéticos y de materia prima; nosotros poseemos todas las reservas de las cuales
todavía no hemos explotado nada.
Esa explotación que han hecho de nosotros, manteniéndonos para consumir lo
elaborado por ellos, ahora en el futuro puede dárseles vuelta, porque en la
humanidad y en el mundo hay una justicia que está por sobre todas las demás
justicias, y que algún día llega. Y esa justicia se aproxima para nosotros; solamente
debemos tener la prudencia y la sabiduría suficientes para prepararnos a que no
nos birlen de nuevo la justicia, en el momento mismo en que estamos por percibirla
y por disfrutarla.
Esto es lo que ordena, imprescriptiblemente, la necesidad de la unión de Chile,
Brasil y Argentina.
Es indudable que, realizada esta unión, caerán en su órbita los demás países
sudamericanos, que no serán favorecidos ni por la formación de un nuevo
agrupamiento y probablemente no lo podrán realizar en manera alguna, separados
o juntos, sino en pequeñas unidades.
Apreciado esto, señores, yo empecé a trabajar sobre los pueblos. Tampoco olvidé de
trabajar a los gobiernos, y durante los siete años del primer gobierno, mientras
trabajábamos activamente en los pueblos, preparando la opinión para bien recibir
esta acción, conversé con los que iban a ser presidentes, por lo menos, en los dos
países que más nos interesaban: Getulio Vargas y el General Ibáñez.
Getulio Vargas estuvo total y absolutamente de acuerdo con esta idea y en realizarla
tan pronto él estuviera en el gobierno; Ibáñez me hizo exactamente igual
manifestación, y contrajo el compromiso de proceder lo mismo.
Yo no me hacía ilusiones porque ellos hubieran prometido esto para dar el hecho
por cumplido porque bien sabía que eran hombres que iban al gobierno y no iban a
poder hacer lo que quisieran, sino lo que pudieran. Sabía bien que un gran sector
de esos pueblos se iba a oponer tenazmente a una realización de este tipo, por
cuestiones de intereses personales y negocios, más que por ninguna otra causa.
Cómo no se van a oponer los ganaderos chilenos a que nosotros exportemos sin
medida ganado argentino! ¡Y cómo no se van a oponer a que solucionemos todos
los problemas fronterizos para la interacción de ganado, los acopiadores chilenos,
cuando una vaca o un novillo, a un metro de la frontera chilena hacia el lado
argentino, vale diez mil pesos chilenos, y a un metro hacia Chile de la frontera
argentina, vale veinte mil pesos chilenos Ese que gana los diez mil pesos no va a
estar de acuerdo nunca con una unidad de ese tipo.
Cito este caso grosero para que los señores intuyan toda la gama inmensa de
intereses de todo orden que se desgranan en cada una de las cosas que come el
pobre “roto” chileno y que producen ellos. Ese mismo fenómeno sucede con el
Brasil.
Por esta razón nunca me hice demasiadas ilusiones sobre las posibilidades de ello;
por eso seguimos trabajando por estas uniones, porque ellas deberán venir por los
pueblos.
Nosotros tenemos muy triste experiencia de las uniones que han venido por los
gobiernos; por lo menos, ninguna en ciento cincuenta años ha podido cristalizar en
alguna realidad.
Probemos el otro camino que nunca se ha probado para ver si, desde abajo,
podemos ir influyendo en forma determinante para que esas uniones se realicen.
Señores: sé también que el Brasil, por ejemplo, tropieza con una gran dificultad:
ltamaraty, que constituye una institución supergubernamental. ltamaraty ha
soñado, desde la época de su emperador hasta nuestros días, con una política que
se ha prolongado a través de todos los hombres que han ocupado ese difícil cargo
en el Brasil.
Ella los había llevado a establecer un arco entre Chile y el Brasil; esa política debe
ser vencida con el tiempo y por un buen proceder de parte nuestra.
Debe desmontarse todo el sistema de ltamaraty, deben desaparecer esas
excrecencias imperiales que constituyen, más que ninguna otra razón, los
principales obstáculos para que Brasil entre a una, diremos, unión verdadera con la
Argentina.
Nosotros con ellos no tenemos ningún problema, como no sea ese sueño de la
hegemonía, en el que estamos prontos a decirles: son ustedes más grandes, más
lindos y mejores que nosotros, no tenemos ningún inconveniente.
Nosotros renunciamos a todo eso, de manera que ese tampoco va a ser un
inconveniente. Pero es indudable que nosotros creíamos superado en cierta manera
ese problema.
Yo he de contarles a los señores un hecho que pondrá perfectamente en evidencia
cómo procedemos nosotros y por qué tenemos la firme convicción de que al final
vamos a ganar nosotros, porque procedemos bien. Porque los que proceden mal
son los que sucumben víctimas de su propio mal procedimiento: por eso, no
emplearemos en ningún caso ni los subterfugios, ni las insidias, ni las
combinaciones raras, que emplean algunas cancillerías.
Cuando Vargas subió al gobierno me prometió a mí que nos reuniríamos en Buenos
Aires o en Río y haríamos ese tratado que yo firmé con Ibáñez después: el mismo
tratado.
Ese fue un propósito formal que nos habíamos trazado. Más aún, dijimos: Vamos a
suprimir las fronteras, si es preciso. Yo agarraba cualquier cosa, porque estaba
dentro de la orientación que yo seguía y de lo que yo creía que era necesario y
conveniente.
Yo sabía que acá yo lo realizaba, porque cuando le dijera a mi pueblo que quería
hacer eso, sabía que mi pueblo quería lo que yo quería en el orden de la política
internacional, porque ya aquí existe una conciencia político-internacional en el
pueblo, y existe una organización. Además la gente sabe que, en fin, tantos errores
no cometemos, de manera que tiene también un poco de fe en lo que hacemos.
Más tarde Vargas me dijo que era difícil que pudiéramos hacerlo tan pronto,
porque él tenía una situación política un poco complicada en las Cámaras y que
antes de dominarlas quería hacer una conciliación. Es difícil eso en política;
primero hay que dominar y después la conciliación viene sola. Son puntos de vista;
son distintas maneras de pensar.
El siguió un camino distinto y nombró un gabinete de conciliación, vale decir,
nombró un gabinete donde por lo menos las tres cuartas partes de los ministros
eran enemigos políticos de él y que servirían a sus propios intereses y no a los del
gobierno.
Claro que él creyó que esto en seis meses le iba a dar la solución; pero cuando
pasaron los seis meses el asunto estaba más complicado que antes. Naturalmente,
no pudo venir acá; no pudo comprometerse frente a su Parlamento y frente a sus
propios ministros a realizar una tarea que implicaba ponerse los pantalones y
jugarse una carta decisiva frente a la política internacional mundial, a su pueblo, a
su Parlamento y a los intereses que había que vencer.
Naturalmente, yo esperé. En ese ínterin es elegido presidente el general Ibáñez; la
situación de él no era mejor que la situación de Vargas, pero en cierta manera
llegaba plebiscitado en todo lo que se puede ser plebiscitado en Chile, con
elecciones muy su géneris, porque alía se inscriben los que quieren, y los que no
quieren no; es una cosa muy distinta la nuestra. Pero él llega al gobierno
naturalmente. Tan pronto llega al gobierno, yo, conforme con lo que habíamos
conversado, lo tanteé. Me dijo: “De acuerdo; lo hacemos. ¡Muy bien!” El general fue
más decidido, porque los generales solemos ser más decididos que los políticos.
Pero antes de hacerlo, como tenía un compromiso con Vargas, le escribí una carta
que le hice llegar por intermedio de su propio embajador, a quien llamé y dije:
“Vea, usted tendrá que ir a Río con esta carta y tendrá que explicarle todo esto a su
presidente. Hace dos años nosotros nos prometimos realizar este acto. Hace más de
un año y pico que lo estoy esperando, y no puede venir. Yo le pido autorización a él
para que me libere de ese compromiso de hacerlo primero con el Brasil y me
permita hacerlo primero con Chile. Claro que le pido esto porque creo que estos
tres países son los que deben realizar la unión”
El embajador va allá y vuelve y me dice, en nombre de su presidente, que no
solamente me autoriza a que vaya a Chile liberándome del compromiso, sino que
me da también su representación para que lo haga en nombre de él en Chile.
Naturalmente ya sé ahora muchas cosas que antes no sabía; acepté sólo la
autorización, pero no la representación.
Fui a Chile, llegué allí y le dije al general Ibáñez: “Vengo aquí con todo listo y traigo
la autorización del presidente Vargas, porque yo estaba comprometido a hacer esto
primero con él y con el Brasil; de manera que todo sale perfectamente bien y como
lo hemos planeado, y quizá al hacerse esto se facilite la acción de Vargas y se vaya
arreglando así mejor el asunto”.
Llegamos, hicimos allá con el ministro de Relaciones Exteriores todas esas cosas de
las cancillerías, discutimos un poco -poca cosa- y llegamos al acuerdo, no tan
amplio como nosotros queríamos, porque la gente tiene miedo en algunas cosas y,
es claro, salió un poco retaceado, pero salió. No fue tampoco un parto de los
montes, pero costó bastante convencer, persuadir, etc.
Y al día siguiente llegan las noticias de Río de Janeiro, donde el ministro de
Relaciones Exteriores del Brasil hacía unas declaraciones tremendas contra el
Pacto de Santiago: que estaba en contra de los pactos regionales, que ése era la
destrucción de la unanimidad panamericana. Imagínense la cara que tendría yo al
día siguiente cuando fui y me presenté al presidente Ibáñez. Al darle los buenos
días, me preguntó: “¿Qué me dice de los amigos brasileños?”
Naturalmente que la prensa carioca sobrepasó los límites a que había llegado el
propio ministro de Relaciones Exteriores, señor Neves de Fontoura. Claro, yo me
callé; no tenía más remedio. Firmé el tratado y me vine aquí.
Cuando llegué me encontré con Gerardo Rocha, viejo periodista de gran talento,
director de O Mundo en Río, muy amigo del presidente Vargas, quien me dijo: Me
manda el presidente Vargas para que le explique lo que ha pasado en el Brasil. Dice
que la situación de él es muy difícil: que políticamente no puede dominar, que tiene
sequías en el norte, heladas en el sur; y a los políticos los tiene levantados; que el
comunismo está muy peligroso, que no ha podido hacer nada; en fin, que lo
disculpe, que él no piensa así y que si el ministro ha hecho eso, que él tampoco
puede mandar al ministro.
Yo me he explicado perfectamente bien todo esto; no lo justificaba, pero me lo
explicaba por lo menos. Naturalmente, señores, que planteada la situación en estas
circunstancias, de una manera tan plañidera y lamentable, no tuve más remedio
que decirle que siguiera tranquilo, que yo no me meto en las cosas de él y que
hiciera lo que pudiese, pero que siguiera trabajando por esto.
Bien, señores, yo quería contarles esto, que probablemente no lo conoce nadie más
que los ministros y yo; claro está que son todos documentos para la historia,
porque yo no quiero pasar a la historia como un cretino que ha podido realizar esta
unión y no la ha realizado. Por lo menos quiero que la gente piense en el futuro que
si aquí ha habido cretinos, no he sido yo sólo; hay otros cretinos también como yo,
y todos juntos iremos en el baile del cretinismo.
Pero lo que yo no quería es dejar de afirmar, como lo haré públicamente en alguna
circunstancia, que toda la política argentina en el orden internacional ha estado
orientada hacia la necesidad de esa unión, para que cuando llegue el momento en
que seamos juzgados por nuestros hombres -frente a los peligros que esta
disociación producirá en el futuro-, por lo menos tengamos el justificativo de
nuestra propia impotencia para realizarla.
Sin embargo, yo no soy pesimista; yo creo que nuestra orientación, nuestra
perseverancia, va todos los días ganando terreno dentro de esta idea, y estoy casi
convencido de que un día lo hemos de realizar todo bien y acabadamente, y que
tenemos que trabajar incansablemente por realizarlo. Ya se acabaron las épocas del
mundo en que los conflictos eran entre dos países. Ahora los conflictos se han
agrandado de tal manera y han adquirido tal naturaleza que hay que prepararse
para los ‘grandes conflictos’ y no para los pequeños conflictos.
Esta unión, señores, está en plena elaboración; es todo cuanto yo podría decirles a
ustedes como definitivo.
Estamos trabajándola, y el éxito, señores, ha de producirse; por lo menos, nosotros
hemos preparado el éxito, lo estamos realizando, y no tengan la menor duda de que
el día que se produzca yo he de saber explotarlo con todas las conveniencias
necesarias para nuestro país, porque, de acuerdo con el aforismo napoleónico, el
que prepara un éxito y 16 conquista, difícilmente no sabe sacarle las ventajas
cuando lo ha obtenido.
En esto, señores, estoy absolutamente persuadido de que vamos por buen camino.
La contestación del Brasil, buscando desviar su arco de Santiago a Lima, es
solamente una contestación ofuscada y desesperada de una cancillería que no
interpreta el momento y que está persistiendo sobre una línea superada por el
tiempo y por los acontecimientos; eso no puede tener efectividad.
La lucha por las zonas amazónicas y del Plata no tiene ningún valor ni ninguna
importancia; son sueños un poco ecuatoriales y nada más. No puede haber en ese
sentido ningún factor geopolítico ni de ninguna otra naturaleza que pueda
enfrentar a estas dos zonas tan diversas en todos sus factores y en todas sus
características.
Aquí hay un problema de unidad que está por sobre todos los problemas, y en estas
circunstancias, quizá muy determinantes, de haber nosotros solucionado nuestros
entredichos con Estados Unidos, tal vez esto favorezca en forma decisiva la
posibilidad de una unión continental en esta zona del continente americano.
Señores: como ha respondido el Paraguay, aunque es un pequeño país; como irán
respondiendo otros países del continente, despacito, sin presiones y sin violencias
de ninguna naturaleza, así se va configurando ya una suerte de unión.
Las uniones deben realizarse por el procedimiento que es común; primeramente
hay que conectar algo; después las demás conexiones se van formando con el
tiempo y con los acontecimientos.
Chile, aun a pesar de la lucha que debe sostener allí, ya está unido con la Argentina.
El Paraguay se halla en igual situación. Hay otros países que ya están inclinados a
realizar lo mismo. Si nosotros conseguimos ir adhiriendo lentamente a otros países,
no va a tardar mucho en que el Brasil haga también lo mismo, y ése será el
principio del triunfo de nuestra política.
La unión continental sobre la base de la Argentina, Brasil y Chile está mucho más
próxima de lo que creen muchos argentinos, muchos chilenos y muchos brasileños;
en el Brasil hay un sector enorme que trabajó por esto.
Lo único que hay que vencer son intereses; pero cuando los intereses de los países
entran a actuar, los de los hombres deben ser vencidos por aquellos; ésa es nuestra
mayor esperanza.
Hasta que esto se produzca, señores, no tenemos otro remedio que esperar y
trabajar para que se realice: y esa es nuestra acción y esa es nuestra orientación.
Muchas gracias.

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