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Discurso ante la Asamblea Legislativa

1 de mayo de 1952

Cuando en 1946 realicé, ante mi propia conciencia, el examen de la situación
argentina, advertí que la voluntad de nuestro pueblo, depositada en mis manos en
las elecciones del 24 de febrero, exigía decisiones trascendentales y extraordinarios
sacrificios.
Alguna vez he recordado ya la resolución de aquel examen íntimo, rememorar mis
conclusiones tienen palpitante actualidad y han de servimos como referencia de
todas las apreciaciones y realidades que hoy quiero exponer a mi pueblo.
Estos eran los seis puntos fundamentales de mis pensamientos y mi resolución de
1946.
1) Cuando se viven tiempos de desbordados imperialismos, los estados, como
Hamlet, ven frente a sí el dilema de ser o no ser.
2) Por eso, la cuestión más importante para el gobernante de hoy es decidirse a
enfrentar al exterior si quiere ser, o sacrificar lo interno, sí renuncia a ser.
3) Cuando defienda su independencia, haga respetar su soberanía y mantenga el
grado de dignidad compatible con lo que debe ser una nación, deberá luchar duro
con los déspotas y dominadores, soportando virilmente a sus golpes.
4) Cuando a todo ello renuncie, vivirá halagado por la falsa aureola que llega desde
lejos, no enfrentará la lucha digna, pero tendrá que enfrentar la explotación de su
pueblo y su dolor que golpearán implacablemente sobre su conciencia. Tendrá a
menudo que recurrir al engaño para que lo tolere a su frente y renunciará a su
independencia y soberanía juntamente con su dignidad.
5) Esta es la primera incógnita que debo despejar en el gobierno de mi país, delante
mismo de mi pueblo.
6) Yo me decido por mi pueblo y por mi patria. ‘Estoy dispuesto a enfrentar la
insidia, la calumnia y la difamación de adentro y sus agentes de afuera’.
Mi resolución fue definitiva. La empresa, por lo tanto, era difícil.
Pero en el fondo de mis pupilas había quedado grabado para siempre el espectáculo
de las masas sudorosas y sufrientes que habían desfilado ante mi presencia en los
años difíciles y duros de la Secretaría de Trabajo y Previsión; y resplandecían aun,
con el contraste de sus luces y sus sombras la noche maravillosa del 17 de octubre, y
en mis oídos resonaban las voces de los descamisados argentinos reclamando sus
propios e inalienables derechos a La Justicia y a La Libertad. Con ese pueblo a mis
espaldas, qué empresa, por difícil que sea, no vale cualquier sacrificio aunque se
trate del supremo sacrificio de la vida.
El dilema de 1946 se ha cumplido en todos sus puntos inexorablemente. Pero
también mi resolución se ha cumplido inexorablemente.
El gran objetivo de mis luchas ha sido siempre la felicidad de nuestro pueblo.
Entiendo que la grandeza de las naciones es transitoria y efímera cuando no se
construye sobre las bases de un pueblo digno, feliz y satisfecho. Acaso porque
nosotros pensamos primero en la felicidad de nuestro pueblo y quizá por haber
elegido, como primera meta de nuestros afanes, a los sectores más humildes de la
nación, a quienes la vieja clase dirigente bautizó con el insulto glorioso de
descamisados, Dios quiso que viésemos claro y hondo en el panorama de la
humanidad contemporánea y que, sobrepasando el horizonte de las soluciones
circunstanciales, apuntásemos a las altas y fundamentales soluciones que fueron
integrando progresivamente la doctrina del justicialismo. Frente a nosotros se
levantaba triunfante, por aquellos tiempos, el individualismo capitalista y el
colectivismo comunista alargando la sombra de sus alas imperiales por todos los
caminos de la humanidad.
Ninguno de ellos había realizado ni podía realizar la felicidad del hombre.
Por un lado, el individualismo capitalista sometía a los hombres, a los pueblos y a
las naciones a la voluntad omnipotente, fría y egoísta del dinero.
Por el otro lado, el colectivismo, detrás de una cortina de silencio, sometía a los
hombres, a los pueblos y a las naciones al poder aplastante y totalitario del estado.
En todos los horizontes del mundo, las naciones, los pueblos y el hombre que los
constituye soportaban, sin fe y sin esperanza, la explotación del dinero o del estado
como sistema de vida y de trabajo.
Nuestro propio pueblo había sido sometido durante muchos años por las fuerzas
del capitalismo entronizado en el gobierno de la oligarquía y había sido esquilmado
por el capitalismo internacional, que mandaba aquí como en su propia casa por
conducto de los venales servidores de su plutocracia.
Cansados de servir como animales bajo el yugo de la infamante explotación,
fermentaba, en los hombres de nuestro pueblo, la reacción anticapitalista, que
aprovechaban los mandaderos del comunismo para abrir los caminos de la nueva
esclavitud.
Sobre la base de aquel panorama teníamos que hacer la felicidad de nuestro
pueblo. El dilema que se nos presentaba era terminante y al parecer definitivo: o
seguíamos bajo la sombra del individualismo occidental o avanzábamos por el
nuevo camino colectivista. Pero ninguna de las dos soluciones había de llevamos a
la conquista de la felicidad que nuestro pueblo merecía.
Por eso decidimos crear las bases de una tercera posición que nos permitiese
ofrecer a nuestro pueblo otro camino que no lo condujese a la explotación y a la
miseria, una tercera posición argentina para los argentinos que nos permitiese
seguir, en cuerpo y alma, la ruta de la libertad y de la justicia que siempre nos
señaló la bandera de nuestras glorias. Así nació el Justicialismo, el Justicialismo,
creado para nosotros y para nuestros hijos como una tercera posición ideológica
tendiente a liberarnos del capitalismo sin caer en las garras opresoras del
colectivismo, ha sido, para el exterior, algo así como la piedra del escándalo.
Nos acusan de auspiciar, en el mundo, la neutralidad como sistema.
Si solamente pretendiéramos eso, el mundo de nuestra generación debería estarnos
profundamente agradecido, porque siempre es preferible la neutralidad como
sistema en cambio de guerras de ensayo o de guerras preventivas.
Pero se equivocan substancialmente nuestros críticos internacionales. Nuestra
posición no es de neutralidad como sistema.
No es una postura sin contenido, sino una doctrina distinta que nosotros, en
nuestra tierra, ofrecimos a nuestro pueblo como solución en un momento crucial
de su destino… y la realizamos para el pueblo que tuvo fe en nosotros y se jugó en
más de una ocasión. La tercera Posición es una filosofía que conforma una doctrina
y una teoría en lo Político, en lo social y en lo económico: y es substancialmente
distinta del individualismo capitalista y del colectivismo en cualquiera de sus
formas.
Nuestra doctrina no se ampara bajo ninguna bandera de batalla, ni escuda la mano
de ninguna agresión imperialista, ni pretende realizar el dominio económico del
mundo, ni aspira a imponer sobre los pueblos del mundo una determinada justicia
o una determinada libertad. Era para los argentinos.
Si otros pueblos del mundo quieren servirse de ella como solución de sus
problemas, no será por culpa nuestra, sino en virtud del desgraciado proceso de los
sistemas imperantes y de su bancarrota cómo solución para el dolor y la desgracia
de los pueblos.
Proclamamos como principio internacional que los gobiernos del mundo deben
hacer lo que sus pueblos quieran.
Estoy absolutamente convencido de que el pueblo argentino ha de defender,
consolidar y perfeccionar las realizaciones políticas, económicas y sociales de
nuestra doctrina no sólo pensando en su propia felicidad, sino por la conciencia
plena que tiene de su destino en estos trances de la historia.
Esa es la gran tarea inmediata que tenemos: defender, consolidar y perfeccionar las
realidades del Justicialismo, para que las generaciones del futuro reciban el fruto
de libertad y justicia que nosotros le hemos alcanzado, y para que el mundo de los
siglos venideros sea un poco más feliz.
Para crear un nuevo mundo que será precisamente una realidad armoniosa de
materia y de espíritu, de tiempo y de eternidad, vale decir: un mundo adecuado
para que el hombre se realice en su extraordinaria plenitud y alcance su verdadera
y absoluta dignidad, a fin de que se integre también, de esta manera, una
humanidad digna de haber salido de las manos de Dios.
Las realidades económicas alcanzadas se reflejan en la definitiva consolidación de
la independencia económica nacional y en la progresiva substitución de la
economía capitalista por la economía social.
La economía social y la independencia económica son, una en el orden interno y
otra en el orden internacional, nuestros dos grandes y fundamentales objetivos
económicos.
Realizar la economía social en nuestra tierra importaba quebrar el imperio egoísta
del capitalismo entre nosotros y suprimir la explotación del hombre por el capital
individual, levantando en su lugar la dignidad justicialista del trabajo y del
trabajador.
Realizar la independencia económica significaba romper las cadenas de los
imperialismos capitalistas y de los capitalismos internacionales, suprimiendo así el
nombre de la República Argentina de la lista negra de las naciones explotadas para
incorporarla al mundo de los pueblos libres.
Las realidades económicas que hoy podernos ofrecer a la consideración del pueblo
se agrupan en estos dos grandes capítulos: la independencia económica y la
economía social. Somos económicamente libres. Yo pienso que esta simple
afirmación, si no fuese más que una simple afirmación, no nos hubiese costado el
odio y el encono de las fuerzas económicas del capitalismo que nosotros mutilamos
para que la independencia económica no fuese precisamente un simple slogan de
propaganda política.
La independencia económica argentina es una vigorosa realidad en marcha.
A veces, en los momentos difíciles de la lucha, me he preguntado si
verdaderamente es una cosa imprescindible para la felicidad de nuestro pueblo
pelear por su independencia económica enfrentando los enconados ataques de
tantos intereses y de tantos enemigos.
Siempre he llegado a las mismas conclusiones. El problema es demasiado simple.
Sus soluciones, demasiados claras.
La felicidad de nuestro pueblo, y la felicidad de todos los pueblos de la tierra,
exigen que las naciones cuya vida constituyen sean socialmente justas… Y la justicia
social exige, a su vez, que el uso y la propiedad de los bienes que forman el
patrimonio de comunidad se distribuyan con equidad.
Pero mal puede distribuir equitativamente los bienes económicos de la comunidad
un país cuyos intereses son manejados desde el exterior por empresas ajenas a la
vida y al espíritu del pueblo cuya explotación realizan.
La felicidad del pueblo exige, pues, la independencia económica del país como
primera e ineludible condición.
Este principio del peronismo tendrá que ser aplicado, en el mundo futuro si alguna
vez las naciones se deciden a realizar una paz auténtica y humana.
El mundo del porvenir será construido sobre la base de naciones socialmente
justas, económicamente libres y políticamente soberanas… o será destruido
irremediablemente. Así como es verdad que la felicidad de los pueblos exige la
independencia económica del país en que viven, también es cierto que un pueblo
feliz está probando la realidad de su independencia económica porque ella es
fundamento ineludible de la justicia social y de la soberanía política. La felicidad de
los pueblos, lo mismo que la felicidad de los hombres, se ve, no se demuestra.
Tampoco vamos a caer en el error de pensar que hemos realizado todo lo que
necesitaba nuestro pueblo para ser feliz.
Lo que el movimiento peronista ha hecho es suprimir las causas generales de la
miseria y del dolor que azotaban al pueblo, y ha creado las condiciones generales de
su felicidad… Porque en esto también debemos ser sinceros y realistas, los
gobiernos solamente pueden crear las condiciones necesarias para la felicidad de
los pueblos; pero los pueblos, como los hombres, son los únicos artífices de su
propia felicidad.
El nuestro es un magnífico ejemplo.
Desde el principio de su historia nuestro pueblo ha paseado por el mundo el
señorío de sus virtudes. La generosidad, la justicia, la solidaridad, la hidalguía, el
amor, el sentido cordial de la dignidad humana, su vocación por la justicia y la
libertad, su fe en los valores eternos del espíritu, le han ganado su derecho a la
felicidad.
Esta es, acaso, una lección ejemplar para una época que ve desmoronarse en
bancarrota a los sistemas que menospreciaron la virtud como valor del espíritu,
cimentando todas sus construcciones y sus esperanzas en las realidades materiales.
Yo pienso que la historia seguirá escribiendo sus mejores capítulos por mano de los
pueblos que cifran su fortaleza en la virtud, y por esta razón fundamental creo en el
destino histórico del nuestro. Si la felicidad de nuestro pueblo está probando con su
realidad incontestable que la República ha conquistado ya la independencia
económica que necesitaba para crear las condiciones necesarias de aquella
felicidad, no es menos cierto, que la soberanía política de que gozamos aporta una
prueba definitiva.
Muchas veces he dicho ya, y en todos los tonos de mi voz, que ninguna nación
puede proclamarse políticamente soberana mientras no realice, hasta los últimos
extremos, su independencia económica.
Esta es para nosotros una enseñanza de nuestra propia historia.
Yo me remito a los tiempos no lejanos, aunque felizmente superados como las
pesadillas de una noche trágica, cuando asentaban sus reales de dominio entre
nosotros el capitalismo internacional y sus personeros imperiales que regenteaban
la economía nacional y sus valores integrantes: el dinero, el capital, el crédito, las
empresas, la tierra, la industria, el comercio, etcétera. Durante más de un siglo
ellos fueron dueños absolutos sobre los bienes fundamentales de nuestra tierra.
Con el pretexto de civilizarnos compraron -casi siempre con el dinero argentino de
los bancos que ellos también regenteaba- todo lo que pudieron comprar en nuestro
suelo: desde la riqueza minera escondida en las entrañas de la tierra hasta los
pensamientos de los hombres guardados en la intimidad de las conciencias.
Todo fue adquirido porque tenía un precio para ellos, incluso el gobierno de la
República, a cuya primera magistratura llegaban los abogados de sus empresas o
los testaferros de sus abogados. Lo “único” que nunca pudieron adquirir fue
nuestro pueblo. Ni pudieron comprarlo ni pudieron engañarlo.
Las manos que digitaban presidentes y que compraban conciencias no pudieron
adquirir jamás el voto libre de los argentinos. Tuvieron que acudir al fraude
electoral para que no se cumpliera la voluntad irrevocable y soberana de nuestro
pueblo.
Todo eso fue posible mientras nos ataban al exterior las cadenas de nuestra
economía colonial. Muchas veces la República intentó su liberación sin ningún
resultado. Las revoluciones se sucedían con la misma celeridad con que las
copaban los hombres que se vendían al dinero de la traición. Era necesario que el
pueblo mismo decidiese sus propios destinos. Y eso fue lo que sucedió en la noche
prodigiosa del 17 de octubre y se consagró como real el 24 de febrero.
Por eso, en los recuerdos de nuestro pueblo, la figura de Braden aparece como el
símbolo de la prepotencia capitalista derrotada, y su desaparición señala el
comienzo de la independencia económica que fundamenta nuestra definitiva
libertad política.
La sangre que los criollos derramaron por todos los caminos de la independencia
ha venido a florecer en nuestros tiempos y el grito de la Libertad que proclamaron
en la Plaza Mayor de nuestras glorias en mayo de 1810 y en Tucumán en 1816 se
repite, como un eco, en los estribillos descamisados de la nueva Argentina, que se
declara, en los hechos de su realidad auténtica, dueña de su presente y de su futuro.
Hoy podemos afirmar, con absoluta veracidad, que la República Argentina es una
Nación políticamente soberana.
El pueblo sabe ya, sin ninguna duda, que en esta tierra su voluntad es soberana y
que el gobierno, elegido por el voto de sus hombres y sus mujeres en elecciones
ejemplares, no hace otra cosa que cumplir con aquellos designios soberanos.
El presidente de la Nación es el segundo testigo de nuestra soberanía política y yo
afirmo por él que, en el gobierno de la República, han dejado ya definitivamente de
intervenir, con las buenas o malas maneras de sus representantes, los intereses
extraños a la grandeza de la patria y a la felicidad de los argentinos.
La felicidad de nuestro pueblo en su realidad indiscutible, la absoluta verdad de
nuestra soberanía política, no valen todavía para muchos espíritus como pruebas
irrefutables de nuestra independencia económica.
Son los que quieren ver para creer. Pertenecen a esa clase de hombres que
todo lo reducen a cifras estadísticas.
No los menosprecio. Constituyen una categoría necesaria entre los hombres. Para
ellos quiero aportar todavía algunas pruebas cuyas cifras concluyentes e
irrefutables hablan de la realidad indiscutible que es nuestra independencia en el
orden económico. Quiero referirme, en sus líneas generales, al comercio exterior de
la República y a la renta nacional. En estos últimos tiempos y, para precisarlo bien,
en 1951, nuestro comercio exterior ha arrojado en su balance final un déficit
derivado de la escasa Producción agropecuaria causada fundamentalmente por
factores climáticos.
Durante todo este tiempo nuestros adversarios han declara reiteradamente que es
un enorme contrasentido peronista el que resulta si se relaciona nuestro comercio
exterior con la independencia económica.
Dicen, por ejemplo, que es una evidente locura nuestra la que nos hace hablar de
independencia económica mientras carecemos de saldos exportables en trigo y en
carne por una producción agropecuaria deficiente y que el país estaba mejor
cuando producíamos y exportábamos más. Es verdad que durante dos años
seguidos de sequía, que se sumó a una mayor demanda de mano de obra industrial
y a una técnica deficiente de explotación agropecuaria, determinó la disminución
de nuestra producción.
Esta situación, unida al mayor consumo interno, produjo la reducción de los saldos
exportables. Nuestros adversarios se alegran por ello. Los problemas de la
República nunca son para ellos problemas de nuestro pueblo, sino problemas de
Perón… cuánto más graves, mejor.
Si la inflación de] mundo avanza sobre nosotros, se alegran por lo que me toca a
mí, sin pensar que le toca primero a nuestro pueblo.
Si aumentan las posibilidades de crisis económica en el mundo, piensan en el
problema que tendrá el gobierno para evitar la caída vertical de su prestigio y de
paso preparan una revolución por si la situación se pone propicia.
Si pensasen un instante siquiera en este momento del mundo en que vivimos, se
pondrían a nuestro lado, no digo en peronistas, sino en opositores con dignidad y
con altura para servir a la patria en estos años de lucha difícil y enconada contra los
enemigos del pueblo.
Pero todo esto es una cosa prácticamente imposible.
Ellos quieren el gobierno y nada más que el gobierno.
No para resolver los problemas del pueblo o de la patria sino los propios problemas
personales que, de tanto gastar dinero en la oposición, se están agudizando
progresivamente a pesar de la ayuda que reciben de ciertas entidades
internacionales de socorro y de beneficencia para exilados y revolucionarios de
café.
Lo malo para ellos es que el pueblo no los quiere en el gobierno de ninguna
manera… y eso que, ya lo ha probado en las urnas por cifras indudables, se
probaría mejor si otra vez intentasen realizar la revolución que todos los días
proyectan para satisfacer la permanente intimación de sus lejanos financistas.
Volviendo a nuestro comercio exterior. Debo decir que, lejos de ser un
contrasentido cuando se lo relaciona, aun con déficit, con nuestra independencia
económica, es un poderoso e irrefutable argumento en defensa de nuestra
conquista fundamental.
Basta con que recordemos los tiempos en que la economía nacional estuvo en
manos de cualquiera de nuestros opositores o de sus aliados en la Unión
Democrática de 1946 o en la confabulación antiperonista de 1951.
Cuando ellos gobernaban, la República Argentina llegó a producir 10.000.000 de
toneladas de trigo por año. En aquellos tiempos, la producción agropecuaria se
colocaba fácilmente en el exterior. Tan fácilmente que el agricultor argentino, con
los precios que le pagaban, se daba el lujo de morirse de hambre rodeado de trigo.
Cómo no iba a ser fácil la venta de la producción argentina cuando los agricultores,
no tenían otra solución que venderle a un solo comprador a los precios que se
fijaban en la bolsa mundial y que manejaba a su antojo, los ferrocarriles, los
elevadores, los puertos e incluso el apetito de los consumidores… obreros
explotados en las metrópolis por el mismo comprador de nuestro trigo. No hablo
en términos de pura teoría económico-financiera, ni estoy inventando sofismas
para una dialéctica depurada.
Los organismos técnicos del estado han probado fehacientemente que los precios
que percibíamos por nuestras exportaciones eran un 40% inferiores a los que
pagábamos por las importaciones y que desde 1913 a 1946, la República Argentina
perdió varios miles de millones de pesos.
Nosotros no necesitamos acusar ni cargar responsabilidades, sobre nadie para
defender nuestra política económica.
Las cifras que acabo de mencionar, cuya documentación está a disposición de
cualquier argentino en el Banco Central de la República, no tienen otro objeto que
el de señalar un símbolo para una época definitivamente superada.
Pero hay algo más todavía. La riqueza argentina vendida al 40% menos de su justo
valor, dejaba todavía, lógicamente, una cierta cantidad de divisas que se aplicaba al
pago de las importaciones y de los servicios financieros, beneficios y
amortizaciones de los capitales que se decían “extranjeros” invertidos aquí como
empresas o en préstamos públicos o privados.
El Ministerio de Finanzas ha comprobado fehacientemente que de] 100% de las
divisas de nuestra producción más del 40% -el cuarenta por ciento- era destinado a
los pagos en el exterior de los servicios por capitales extranjeros que, además, no
eran extranjeros sino de nombre, porque se constituían con un reducido aporte
exterior, sobre cuyo monto se aplicaba el crédito ilimitado de los bancos en los que
el Pueblo argentino depositaba
Ingenuamente las economías de sus sacrificios.
Hace dos años que la República Argentina desgraciadamente no puede producir
más que media cosecha y aún menos.
Algo que no entienden nuestros opositores es cómo con tan poco trigo y con tan
poca carne nosotros seguimos aguantando y la crisis no se plantea todavía con el
dramatismo que tanto les gustaría a ellos.
En las cifras que acabo de mencionar está la explicación.
Nosotros, en 1946, eliminarnos del pasivo de nuestros balances aquel 40% trágico
que el pueblo argentino tenía que pagar religiosamente con buenas o malas
cosechas.
Realizarnos, por otra parte, la industrialización del país, y nuestra industria, si no
produce por lo menos todavía gran cantidad de artículos exportables con el
consiguiente aporte divisas, las ahorra evitando el gasto que hacíamos antes en esas
importaciones.
La mayor parte de la nueva industria nacional se ha financiado con la economía de
divisas que antaño se gastaban pagando en el exterior la mano de obra que ahora
pagamos aquí y así de paso se explica también que mantengamos al país en plena
ocupación.
Lógicamente, a pesar de todo cuanto hemos hecho en el orden industrial, nuestra
riqueza sigue siendo, como la riqueza del inundo, radicalmente agropecuaria.
De allí que dos años de crisis en el campo hayan incidido sobre las finanzas de la
República. No obstante de carecer, tal corno alegremente lo señala nuestra
Oposición, de grandes saldos exportables de su producción, la República Argentina
ha realizado en 1951 el mayor volumen y el mayor monto de importaciones que
registra la historia de su comercio exterior, totalizando 12.000.000 de toneladas y
varios miles de millones de pesos.
Hemos utilizado para ello prácticamente todas las divisas que poseíamos,
reservando las indispensables para el cumplimiento de nuestros compromisos
fundamentales, pensando que en tiempos de crisis como las que atraviesa el
mundo, más vale tener bienes de capital que dinero, y que es mejor tener máquinas
para el campo que el Banco Central abarrotado de oro, cuyo valor también ha
dejado de ser absoluto.
En esto, somos consecuentes con los principios económicos de la doctrina
peronista: lo único que vale es el trabajo y aquello que produce trabajo.
El encarecimiento del oro, por la incidencia en su costo de los aumentos en la mano
de obra minera, está probando, una vez más que su valor depende del esfuerzo
humano que lo extrae de la tierra y que, en última instancia, el trabajo es el único
patrón permanente del juego económico entre los hombres.
No solamente hemos utilizado la mayoría de nuestras divisas: hemos
comprometido, en las adquisiciones realizadas, parte de nuestros créditos en el
exterior, reservando lo indispensable para necesidades eventuales.
Esto, que nos ha sido sistemáticamente reprochado, prueba algunos hechos
estrechamente ligados a la realidad de nuestra independencia económica.
Antes de 1946, en los convenios de la República Argentina, los créditos adicionales
eran siempre unilaterales y beneficiaban solamente a los países extranjeros.
Así, por ejemplo, Gran Bretaña nunca asignó a la República.
Argentina crédito adicional alguno. En cambio, nosotros, mejor dicho, Los
negociadores argentinos de entonces, les otorgaron siempre, en la práctica,
extraordinarios márgenes de crédito, lo mismo que a la mayoría de las naciones
que comercializan con nosotros.
Desde el día en que decidimos ser económicamente libres, los convenios de la
República Argentina establecen créditos adicionales de carácter recíproco.
Esta situación prueba también la confianza del exterior en la capacidad económica
de la República Argentina.
Ello nos permite utilizar en nuestro favor los créditos adicionales de los años malos
para enjugarlos y aplicarlos en beneficio nuestros compradores en los años buenos.
No quiero terminar con este tema del comercio exterior sin señalar una diferencia
fundamental entre sus resultados de los tiempos del colonialismo y los tiempos de
la independencia económica. Antes, con una gran producción agropecuaria, el país
se vio obligado a contratar empréstitos que nosotros pagamos en nuestro gobierno
con nuestra “deficiente producción” y nuestra “mala conducción económica’.
Además, el gobierno de los 10.000.000 de toneladas de trigo, no podía pagar los
sueldos de los maestros argentinos ni de sus empleados, que nosotros pagarnos
religiosamente. Ahora, con muchas toneladas menos de trigo para exportación y
bastante menos carne que en los buenos tiempos de la oligarquía, no sólo pagamos
a tiempo los mejores sueldos, sino que los agricultores reciben los mejores precios
de la historia por sus cosechas, y además los capitalistas de la banca internacional
esperan sentados que vayamos a pedir el empréstito que no contrataremos.
Yo pregunto, a tanta oposición financista como anda por las esquinas de las calles o
en las confiterías enseñando a gobernar el país, si puede darse una prueba más
evidente de independencia económica.
Pero me queda todavía un argumento más.
Corresponde a las cifras de nuestra renta nacional cuyo detalle figura también en la
memoria del ministro de finanzas.
Cuando asumí en octubre de 1946, la responsabilidad de realizar nuestro primer
plan de gobierno, declaré:
‘Para seguir nuestras conquistas sociales, necesitamos aumentar la riqueza.
Nuestro plan considera en esta segunda etapa multiplicar nuestra riqueza y
repartida convenientemente.
Sin bases económicas no puede existir bienestar social’.
Bien claros estaban, pues, en aquellos comienzos, nuestra intención, nuestro
propósito y nuestro plan correspondiente en relación con el incremento de la
riqueza nacional.
A seis años de aquellas fechas inaugurales de nuestra acción yo me pregunto si
algún país económicamente sometido puede de alguna manera decidirse a realizar
su riqueza y efectivamente realizarla.
Durante más de cien años los monopolios capitalistas y los personeros
imperialistas trabajaron entre nosotros. Construyeron las redes ferroviarias y los
teléfonos, los puertos, los elevadores, los servicios públicos de gas y de energía,
etcétera. ¿Aumentó con ello la riqueza nacional? De ninguna manera.
A medida que esas empresas construían, el trabajo de los argentinos, que era
entonces su producción agropecuaria, tenía que aplicarse cada vez más en los pagos
de intereses y servicios al exterior.
Aumentaba la riqueza de los monopolios, pero no la riqueza de los argentinos.
No pueden negar esta verdad absoluta ni los más enconados adversarios del
peronismo, a no ser que les paguen por mentir.
Es evidente que el coloniaje secular del capitalismo foráneo no aumentó la riqueza
nacional, a pesar de sus intenciones civilizadoras.
De allí que tanto progreso creado por ellos en nuestra tierra no sirvió para nada a
nuestro pueblo, que, por el contrario, fue perdiendo progresivamente el bienestar.
La renta nacional en 1951 ha subido casi cinco veces con respecto a las cifras
obtenidas en 1945. Pero hay algo más: la renta de la riqueza y del esfuerzo
argentino no se va al exterior. En la técnica de las estadísticas económico-sociales
suele apreciarse el grado de bienestar de un país por la cifra que resulta dividiendo
el valor de la renta nacional por el número de habitantes de la Nación. Este sistema
de cálculo nos da para 1951 una renta media anual de $ 4.000 contra una de $
1.100 para 1945.
Pero debemos establecer todavía una diferencia más entre estas cifras absolutas
recordando dos hechos fundamentales.
En primer lugar, hay que deducir el 40% que pagábamos al exterior por servicios,
amortizaciones e intereses que ya no se van del país en 1951.
Y en segundo lugar, el 60% que quedaba era distribuido en el sector capitalista,
integrado por el 10% o menos de la población.
La renta nacional, producto del trabajo y del sacrificio argentino, quedaba así lejos
de las manos del pueblo, que trabajaba para enriquecer a las metrópolis y a la
oligarquía nacional.
En 1951 las cosas han cambiado porque la economía social ha ocupado los caminos
de la economía capitalista.
Sobre nuestra renta nacional no se deduce ya ni el 1% de pagos al exterior por
servicios, amortizaciones e intereses; y el 99% que nos queda se distribuye
equitativamente entre los hombres que trabajan, que constituye el 90% de la
población, que despreció la, oligarquía. La renta nacional es un producto del
trabajo y sus beneficios deben volver como un premio al esfuerzo que la engendra
en el campo, en los talleres y en las fábricas que elaboran la riqueza de la patria.
En esto, también es necesario dejar bien establecidos nuestros principios
fundamentales, opuestos en esencia a los del comunismo y el capitalismo.
Para el capitalismo la renta nacional es producto del capital y pertenece
ineludiblemente a los capitalistas.
El colectivismo cree que la renta nacional es producto del trabajo común y
pertenece al estado, porque el estado es propietario total y absoluto del capital y del
trabajo.
La doctrina peronista sostiene que la renta del país es producto del trabajo y
pertenece por lo tanto a los trabajadores que la producen.
El estado sólo juega en la tarea distributiva cuando el capital no cumple
directamente su función social en relación con el trabajo.
Con este planteo entramos ya en los dominios de la economía social cuya realidad
vamos a considerar.
Quiero traer a la memoria una frase más del mensaje con que presenté el primer
plan. Decía entonces: ‘En 1810 fuimos libres políticamente. Ahora necesitamos ser
económicamente independientes.’.
De nada nos serviría haber proclamado y realizado nuestra independencia
económica si no hubiésemos asignado a la riqueza nacional que ella nos da una
finalidad humana digna de la causa que sostenemos.
La independencia económica de la República no es tan sólo la causa eficiente de
nuestra soberanía política.
La independencia económica constituye también el sostén material en que se apoya
la justicia social, porque nos permite aplicar y realizar efectivamente todos los
principios de la economía social.
De nada serviría un estado inmensamente rico para un pueblo inmensamente
pobre si no se distribuyese equitativamente entre los hombres y mujeres de su
pueblo los bienes de su libertad y de su poderío.
Sería un estado inmensamente rico para un pueblo inmensamente pobre, que
acabaría por reaccionar como suelen reaccionar los pueblos: destruyendo hasta los
fundamentos mismos del estado, provocando as! su ruina y decadencia. La riqueza,
en el concepto capitalista, es un bien individual sobre el que nadie sino su poseedor
absoluto tiene derechos que son asimismo inalienables e imprescriptibles en el
espacio y el tiempo.
Los sistemas colectivistas consideran que la riqueza es un bien de la sociedad
personificada para ellos en el estado, que se convierte también en propietario
absoluto con derechos que son asimismo inalienables e imprescriptible en el
espacio y en el tiempo.
Nosotros sostenemos en este orden de cosas, como en todos los aspectos generales
y esenciales de la vida humana, nuestra tercera posición ideológica, y pensamos
que la riqueza es un bien individual, que debe cumplir siempre una función social
porque también es un bien social al mismo tiempo.
Nadie tiene derechos absolutos sobre la riqueza de la tierra: ni el hombre ni la
sociedad. En esto, corno en tantas otras cosas de la vida humana, lo justo, lo
justicialista, no está en los extremos, sino en la armonía de las fuerzas que lo
conforman.
Esta concepción justicialista de la riqueza constituye el fundamento doctrinario de
la economía social, cuya actitud constructiva enfrenta, con sus principios, al
capitalismo y a la reacción extremista del colectivismo.
La causa final del capitalismo es el enriquecimiento individual amparado por la
absoluta libertad económica -que no es libertad, sino liberalismo o libertinaje- y
que se ha de realizar aun a costa de la explotación de los trabajadores como
animales o como maquinas. La causa final del colectivismo es el enriquecimiento
del estado, que se realiza con el pretexto del enriquecimiento de la comunidad y
que sacrifica en sus alteres todas las libertades, exigiendo también de los
trabajadores el tributo de su oprobiosa explotación por el Estado.
La causa final del Justicialismo, en sus aspectos económicos, es la justa
distribución de la riqueza entre los hombres.
No queremos la enorme riqueza del capitalismo que contribuye a la felicidad
material de un pequeño grupo de hombres, amasada en el dolor ajeno.
Tampoco queremos la inmensa riqueza del estado que no hace tampoco la felicidad
de nadie.
Preferimos, en cambio, la modesta riqueza justicialista de todos, que llega a cada
uno con su aporte de felicidad en la misma medida en que contribuye a la felicidad
de los demás.
Condenamos la explotación del hombre en cualquiera de sus formas, porque toda
explotación es incompatible con la dignidad y la felicidad humana.
Para la doctrina peronista todos los bienes económicos fueron creados y se crean y
existen para el hombre. Por eso condenamos los principios del individualismo y del
colectivismo que ponen al hombre al servicio de la economía o del estado y
sostenemos que la economía y el estado deben servir a la felicidad humana
sirviendo al bienestar social.
Ni el dinero, ni la propiedad, ni el capital, ninguno de los bienes económicos,
pueden constituirse en un fin de la tarea humana. Son nada más que los medios
que el hombre utiliza para realizar el afín de su destino.
Estos principios simples, de meridiana claridad, nacidos de un sencillo análisis de
la auténtica situación del hombre, responden a las más elementales aspiraciones de
su corazón. Por eso, la doctrina económica del peronismo podrá ser vilipendiada en
los sectores donde se discuten los altos problemas de la economía política, pero
ganará mientras tanto el favor de los pueblos, donde los hombres siguen creyendo
en las razones del corazón.
La economía social es una auténtica realización de la doctrina peronista.
Así como he probado plenamente nuestra independencia económica, aspiro a
demostrar que la economía social va sustituyendo progresivamente a la economía
capitalista que infectó, con su doctrina, con su teoría y con sus duras y amargas
realidades, toda la actividad material de la nación. Confieso que en este orden de
nuestras actividades el panorama de la economía nacional se parece al de una
ciudad que se reconstruye: frente al gran núcleo renovado de acuerdo con los
nuevos estilos, se levantan todavía, en la periferia, los restos del antiguo sistema
capitalista que, a veces, aparece desafiando todavía nuestra paciencia desde sus
últimos reductos, que habrán de caer inexorablemente en la misma medida en que
nuestra decisión y la voluntad del pueblo soberano vayan cumpliendo sus etapas en
el espacio y el tiempo.
Siempre he pensado que las revoluciones más profundas y duraderas son aquellas
que llegan a modificar la conciencia de los hombres y de los pueblos.
Por eso, cuando quisimos hacer la revolución que significaba nuestra reforma
social nos cuidamos muy bien de ir al mismo tiempo creando una nueva conciencia
social en nuestro pueblo.
La economía social representa una revolución total en el campo económico y una
profunda reforma que viene a invertir totalmente los principios seculares de la
economía capitalista. En esta nueva revolución que nosotros ya afrontamos
decididamente, también es necesario crear un nuevo estado de conciencia: una
verdadera conciencia de la economía social. Precisamente, en la mentalidad de
muchos argentinos, incluso de los que tienen buena voluntad y desean cooperar
con nosotros, han estado radicadas nuestras mayores dificultades en la efectiva
realización de nuestra doctrina económica.
Que vamos a decir de los hombres que militan en nuestra oposición y cuya
mentalidad individualista o colectivista es impermeable, por ceguera voluntaria, a
las razones y realidades que nosotros ofrecemos como solución para los problemas
económicos de nuestro pueblo. Ellos siguen aferrados a los sistemas que sostienen
porque construyeron sobre ellos la mentalidad que los conduce; o porque les
conviene cerrar los ojos a la verdad de la doctrina peronista. Este problema de los
hombres solamente se supera con el tiempo, que les va modificando la conciencia o
simplemente los elimina de la convivencia humana.
Así desaparecerá en el mundo la mentalidad capitalista, hecha de egoísmos
brutales y de instintos inhumanos; y también desaparecerá la mentalidad colectiva
consecuencia de aquélla, pero no menos inhumana.
Los hombres van apreciando progresivamente la bondad de nuestros principios
económico-sociales porque estos tienen como vértice de sus aspiraciones, la
dignidad del hombre, por cuya causa tantos sufrimientos y tantas luchas lleva la
humanidad sobre los hombros de su historia. Nosotros podemos ya mostrar al
mundo, en grado avanzado de’ realización, algunos principios básicos de nuestro
sistema de economía social.
Y lo que nos alienta a mostrarlos es, más que lo atrayente de sus enunciados, los
resultados obtenidos en la difícil empresa de aplicarlos.
Hemos Pasado seis años escasos realizando una dura experiencia luchando contra
una serie infinita de obstáculos, entre los cuales debo citar algunos, aunque no sea
sino sumariamente.
La realidad de un mundo en permanente desequilibrio económico; la reacción de
los monopolios capitalistas desplazados de nuestra tierra y de sus imperialismos
respectivos, la crisis internacional de 1949, la ausencia discriminatoria de la
Argentina en el Plan Marshall; la inopinada inconvertibilidad de la libra esterlina;
la desvalorización monetaria general; la creación de una zona del mundo prohibida
para el comercio occidental; el modelo económico internacional adoptado como
sistema por el mundo capitalista, sobre todo en cuanto se refiere a productos
alimenticios y materias primas, etc.; todas estas causas incidieron sobre el
desarrollo de nuestra política económica tratando de romper, siempre como causas
negativas, la línea de nuestras reformas.
A pesar de todo esto, hicimos gran parte de lo que queríamos.
Subordinamos nuestra producción al consumo nacional; establecimos los precios
de nuestra producción de acuerdo con la justicia que debíamos a los productores;
instauramos una nueva política monetaria convirtiendo el dinero en servicio
público interno; hicimos la inversión absoluta de nuestro sistema crediticio, que ya
no sirve al capital, sino a la economía del bienestar social; iniciamos la distribución
de la tierra; fomentamos la creación de centenares de cooperativas como unidades
básicas para la organización nacional de la producción, la industria y el comercio;
nacionalizamos los servicios públicos; realizamos las 76.000 obras de nuestro
primer plan quinquenal; limitamos a su realidad absoluta el monto de los servicios
que remitía al exterior el capital extranjero, estableciendo y respetando su
verdadera condición de extranjero; reformamos nuestro sistema impositivo y
aduanero con sentido social; creamos tipos de cambio acordes con las nuevas
finalidades justicialistas de la economía, dirigiendo sus beneficios al pueblo que
trabaja; mantuvimos la plena ocupación.
Algunas veces nos habremos equivocado en los detalles de la ejecución, pero lo que
yo puedo afirmar es que siempre, cada vez que hemos adoptado una medida
económica cualquiera, no primaba el interés egoísta de un capital, como sucedía en
el sistema capitalista; ni el interés absoluto del estado, como sucede en el sistema
colectivista, sino el supremo interés del pueblo, cuyo bienestar es la primera y más
alta ambición del peronismo.
Quiero señalar algunos aspectos que prueban la vigencia de nuestra economía
social y la realización de sus más concretos objetivos.
Ningún bien económico es, en el sentir de nuestra doctrina, propiedad absoluta del
individuo o del estado.
La reforma bancaria, su consecuente reforma de nuestro sistema monetario y la
inversión del sistema crediticio son, acaso, las más visibles aplicaciones de aquel
principio económico esencial. En el sistema capitalista la moneda es un fin y no un
medio; y a su valor absoluto todo se
subordina, incluso los hombres.
En la memoria de todos nosotros está el recuerdo de los tiempos en que toda la
economía nacional giraba en torno del valor del peso.
La economía y, por lo tanto, el bienestar social- estaba subordinada al valor del
dinero y éste constituía el primer dogma inviolable de la economía capitalista.
Nosotros invertimos aquella escala de valores y decimos que el valor del dinero
debía subordinarse a la economía del bienestar social.
Desatamos nuestro peso de su sagrado respaldo en oro.
Ello no significa negar el valor del oro. En un mundo que lo utiliza como moneda
internacional, nosotros no podemos despreciarlo en su calidad de medio de pago
internacional, aun cuando estemos convencidos de que, por lo general, es mejor
tener trigo y carne que dólares y oro.
Pero, en el orden interno, la economía social de nuestra doctrina establece que la
moneda es un servicio público que crece o decrece, se valoriza o desvaloriza en
razón directa de la riqueza que produce el trabajo de la nación.
Yo me pregunto si es posible acaso tener en circulación el 1951 con la renta
nacional que tenemos la misma cantidad de dinero que el 1945, cuando la renta era
cuatro veces menos.
Para servir a un país de gran actividad económica se necesita, más dinero que para
servir al movimiento económico de un país poco desarrollado.
El dinero tiene para nosotros un solo respaldo eficaz y real: la riqueza que se crea
por el trabajo. Vale decir que el oro que garantiza el valor de nuestro peso es el
trabajo de los argentinos. El peso no vale -como ninguna otra moneda- por el oro
que se adquiere con él, sino por la cantidad de bienestar que pueden comprar con
él los hombres que trabajan.
Me tiene sin cuidado el valor que le asignan a nuestro peso quienes lo relacionan
con el oro o con el dólar, porque ni el oro ni el dólar engendran la riqueza.
Por otra parte, ni el oro ni el dólar son valores absolutos y, en último término,
también dependen del trabajo.
Felizmente, nosotros rompimos a tiempo con todos los dogmas del capitalismo y no
tenemos de qué arrepentirnos.
No les pasa, en cambio, lo mismo a quienes aceptaron de buena o mala gana las
órdenes o las sugerencias del capitalismo y amarraron la suerte de sus monedas al
destino de la que acuña o imprime en las metrópolis, cifrando toda la riqueza del
país en las monedas fuertes que circulaban por él sin producir otra cosa que
capitales de comercio y de especulación.
Nosotros despreciamos, acaso, un poco el valor de las monedas fuertes y elegimos
crear, en cambio, la moneda del trabajo, quizá un poco más dura que la que se gana
especulando, pero por eso mismo menos variable en el juego mundial de las
monedas.
Mientras los argentinos quieran trabajar y se ingenien en producir, creando así la
moneda efectiva y real, el peso -cualquiera sea el valor que le asignen en los
mercados del capitalismo- no entrará jamás en la crisis que le auguran desde 1946
nuestros obtusos críticos, cuyas finanzas giran alrededor del dólar, que, de paso,
suele ser también la moneda que paga sus ataques y sus traiciones. En términos de
economía social, es necesario establecerlo definitivamente: la única moneda que
vale para nosotros es el trabajo y son los bienes de producción que nacen del
trabajo. La valorización peronista de la moneda no tiene como efecto final el
incremento de los capitales, sino el aumento del poder adquisitivo de los salarios.
Los salarios tienen mayor poder adquisitivo no en la medida del valor del peso sino
en la medida en que el trabajo que se paga con aquellos salarios produce bienes
útiles a la comunidad.
Para realizar todo esto, la República Argentina ha tomado plena posesión de su
moneda convirtiéndola en un simple servicio público y, aun cuando a algunas
mentalidades capitalistas esto les suene a desplante de herejía, podemos decir lisa y
llanamente que los argentinos hacemos lo que queremos con nuestra moneda,
supeditando su valor al bienestar de nuestro pueblo.
Por otra parte, en último análisis, y aun cuando parezca contradictorio, es lo mismo
que hacen las metrópolis del capitalismo, que cumplen sus dogmas según la
conveniencia, único canon invulnerable de la doctrina que sustentan.
La herejía que nosotros hemos consumado en beneficio del pueblo es la misma que
los imperialistas realizan para expoliar al mundo. Nosotros desvalorizamos el peso
argentino y así compramos todo lo que era nuestro y todos los capitales que ahora
producen y sustentan nuestro bienestar, del mismo modo que ellos desvalorizaron
sus monedas para cobrarse la guerra que, al fin de cuentas, hicieron con hombres y
con dinero de satélites colonias.
La prueba que da valor a nuestra reforma monetaria está en las cifras de nuestra
situación.
Desde diciembre de 1946 a diciembre de 1951 nuestra circulación monetaria
aumentó, mientras que las reservas de oro y divisas disminuyeron; pero, en
cambio, repatriarnos nuestra deuda externa, nacionalizamos empresas y servicios
públicos, ampliamos el tonelaje de nuestra flota mercante poniéndola entre las
primeras del mundo; crearnos nuestra flota comercial aérea; industrializamos el
país con más de 20.000 industrias nuevas; la renta nacional aumentó, y todo esto
es riqueza auténtica y son valores materiales que siguen produciendo la riqueza que
después se distribuye en el pueblo por los caminos abiertos de la justicia social.
Con oro y divisas -valores improductivos- hemos adquirido valores productivos.
Creo que esto era lo sabio.
Es uno de los resultados evidentes de la reforma monetaria que tanto nos vienen
criticando nuestros adversarios… desde aquí y desde las colonias del capitalismo.
Pero los hechos están al alcance de las manos.
Y mientras nosotros aumentamos nuestra riqueza y nuestro bienestar, ellos no
saben cómo sostener el techo de la casa, que se les viene abajo.
No nos alegra la desgracia ajena. Nos alegra, eso sí, la, destrucción paulatina de un
sistema que explotó a los hombres las naciones durante siglos enteros, y nos alegra
porque los pueblos están surgiendo, de entre esas ruinas, con la fe y el optimismo
de la nueva edad que inaugura en el mundo el reinado de La auténtica justicia y de
la auténtica Libertad.
Así como la moneda dejó de ser, en la economía social, el signo del capitalismo
imperante, también el crédito pasó a integrar nuestro sistema con la modificación
de los principios que lo regían. El Banco Central de la República era un
instrumento de la Banca Internacional y de su hija, bastarda pero servil, la
oligarquía del país.
Ahora es un instrumento del gobierno argentino y sirve al pueblo como cualquier
otro instrumento del estado.
Antes de 1946 el sistema bancario era dirigido por extranjeros, ya que los bancos
particulares -todos extranjeros-, con un aporte, equivalente a un 30% del capital
inicial aproximadamente, manejaban las asambleas, ejerciendo así prácticamente
la conducción económica de país.
Ahora el sistema bancario es dirigido por el gobierno que elige el pueblo.
Cuando los bancos servían al capitalismo extranjero y a la oligarquía nacional,
lógicamente los créditos bancarios, lo mismo que las divisas…, en una palabra, la
moneda de ahorro y la moneda de producción engendrados por el trabajo del
pueblo, tenían siempre los mismos destinatarios, que de ninguna manera iban a
promover una actividad de beneficio social.
Desde 1946 el crédito tiene como destinatario el pueblo.
Hay en esto una elemental razón de equidad y de justicia: aun cuando los capitales
bancarios se integrasen con dinero de unas pocas empresas, como ocurre por lo
general en el sistema capitalista, siempre, en última instancia, nace del trabajo que
lo crea y debe volver en su redistribución al pueblo que trabaja.
Por eso también, en los últimos tiempos sobre todo, he venido insistiendo en la
necesidad de que ya sea el pueblo mismo quien capitalice al país por medio del
ahorro. Antes el ahorro del pueblo no tenía sentido porque, utilizado por los bancos
en beneficio del capitalismo, lo único que hacía era añadir un poco más de leña al
fuego de la explotación a que se sometía a los trabajadores. Ahora sí, el ahorro del
pueblo tiene sentido, no sólo porque es una garantía de previsión extendida como
un cheque sobre el porvenir, sino también porque es dinero que vuelve al pueblo en
bienestar social, creando en su círculo permanente riquezas nuevas que sirven
como bienes del pueblo y de la patria.
Señalo, en este momento para el futuro y como política crediticia ideal de nuestra
doctrina económica, los siguientes objetivos.
1) El crédito bancario debe servir para que cada argentino construya su propia casa.
2) El crédito bancario debe posibilitar a cada agricultor la adquisición de su
propia tierra.
3) El crédito bancario debe posibilitar la organización cooperativa de la producción
agraria, minera e industrial, y la actividad comercial consecuente de las mismas
debe tener privilegio en el crédito sobre las actividades económicas individuales.
Estos objetivos, exigen que el pueblo vaya capitalizando al país con el esfuerzo de
su producción y de sus ahorros.
Producir y ahorrar deben ser dos pensamientos permanentes gravados en la
conciencia económica del pueblo.
Los países capitalistas cifran su poderío en la capitalización de los monopolios y de
las grandes empresas. Los países colectivistas cifran el poder de su economía en la
capitalización del estado. Nuestra doctrina, también aquí en su clásica tercera
posición, fundamenta todo el poder de su economía en la capitalización del pueblo,
creándose aquí también una circulación permanente de valores económicos entre
el pueblo y la economía.
El pueblo capitaliza a la economía por el ahorro y la producción de su trabajo y la
economía sirve al bienestar del pueblo.
Todo esto se va realizando entre nosotros de acuerdo con el mandato imperativo de
la constitución de 1949.
Estamos en plena tarea destructora del capitalismo; pero ya se ven por todas partes
las construcciones del nuevo estilo, nuestros viejos ideales de 1943 empiezan a
dominar en los panoramas de la realidad.
Los problemas económicos que nos quedan se resolverán, en el futuro, con mayor
facilidad si organizamos la conducción económica establecida por nuestra doctrina.
En este sentido estamos en pleno período de transición.
En 1943, la actividad económica de la nación se regía por el sistema de la economía
libre.. Esto equivale a decir que la conducción económica de la República no existía
como tal y que toda la actividad de la producción, del comercio y de la industria se
orientaba según el impulso positivo o negativo de la acción privada, por lo general
desvinculada del bienestar social.
Resultados de aquella libertad liberticida fueron los monopolios y los trusts, la total
dependencia en la producción agropecuaria; la asfixia sistemática de la industria
nacional; la explotación ignominiosa de los débiles por la prepotencia del poderío
de los más fuertes y, lo que es más grave: la conducción del gobierno político del
país en manos de vulgares o conspicuos agentes de los intereses económicos
extraños al pueblo y a la patria.
Para terminar con aquella economía “libre”, con la que sueñan todos los abogados
de las empresas capitalistas que nos dominaron, nosotros tuvimos que tornar en
nuestras manos el control económico de la nación y realizar durante estos años una
verdadera dirección económica.
Pero este no es el objetivo final y permanente de nuestra doctrina.
La doctrina económica que sustentamos establece claramente que la conducción
económica de un país no debe ser realizada individualmente, que esto conduce a la
dictadura económica de los trusts y de los monopolios capitalistas.
Tampoco debe ser realizada por el estado, que convierte la actividad económica en
burocracia, paralizando el juego de sus movimientos naturales.
La tercera posición ideológica, sostiene que la conducción económica de la nación
debe ser realizada conjuntamente por el gobierno y por los interesados, que son los
productores, comerciantes, industriales, los trabajadores y aun los consumidores;
vale decir, por el gobierno y por el pueblo organizado. Mientras esto no se realice
plenamente, el gobierno cometerá los errores propios de toda conducción
unilateral y arbitraria por más buena voluntad que tenga.
Por eso propugnamos denodadamente la organización de la comunidad. El
gobierno está para hacer lo que el pueblo quiere, y esto también tiene valor en el
campo del gobierno económico.
Y, para hacer en materia económica lo que el pueblo quiere, es necesario que el
pueblo se exprese por medio de sus organizaciones económicas. Recién en este
mensaje me es dado anunciar que estas ideas han sido por fin comprendidas y en
parte realizadas.
En 1951 las organizaciones económicas han empezado a compartir con el gobierno
la conducción de la economía nacional.
Alguien, acaso, se pregunte si no podíamos hacer lo mismo con las “fuerzas vivas”
de 1946. La respuesta es muy simple. Las organizaciones económicas de entonces
no aceptaban nuestros principios de independencia económica ni creían en la
economía social.
Sus hombres pertenecían a la vieja mentalidad capitalista y, en medio de la nueva
ciudad que nosotros levantábamos, ellos eran los viejos y anacrónicos edificios de
un estilo en el que ya no podemos construir.
Nosotros queremos compartir con los intereses privados la conducción económica
de la República, pero exigimos que esos intereses se coloquen en nuestra línea que
apunta a dos grandes objetivos económicos: la economía social y la independencia
económica, porque ellos son mandato soberano que el pueblo nos ha impuesto y
que nosotros tenemos que cumplir de cualquier manera: con la colaboración de las
fuerzas económicas si es posible, o enfrentándolas, si ellas no quieren compartir
con nosotros el mandato del pueblo soberano.
En esta tierra no reconocemos, más que una sola fuerza soberana: la del pueblo.
Todas las demás están para servirla.
Cualquiera que intente invertir este valor fundamental está, por ese solo hecho,
atentando contra el primero, básico y esencial principio del peronismo; atenta, por
lo tanto, contra el pueblo y está, por otra parte, fuera de la Constitución Nacional,
que rige el derrotero de la República. He creído oportuno fijar exactamente los
fundamentos de la economía social y establecer, con absoluta claridad, el método
ideal que debe seguirse para la conducción económica del país. Concluido ya el
primer plan, el gobierno, el estado y el pueblo argentinos se disponen a iniciar el
esfuerzo extraordinario de una segunda etapa en la gran tarea de la reactivación
económica nacional. Es necesario, entonces, que ya no queden dudas acerca de la
doctrina y los procedimientos que habremos de seguir durante los próximos cinco
años. Es necesario que nadie se llame a engaño: La economía capitalista no tiene
nada que hacer en nuestra tierra. Sus últimos reductos serán para nosotros objeto
de implacable destrucción. En este aspecto de nuestra situación actual recuerdo
también, corno un testimonio indudable que prueba la claridad permanente de
nuestras intenciones, las palabras que pronuncié presentando nuestro plan de
gobierno en octubre de 1946.
Decía entonces: ‘No somos en manera alguna enemigos del capital, y se verá en el
futuro que hemos sido sus verdaderos defensores. Es menester discriminar
claramente entre lo que es el capitalismo internacional de los grandes consorcios de
explotación foránea, y lo que es el capital patrimonial de la industria y el comercio.
Nosotros hemos defendido a estos últimos y atacado sin cuartel y sin tregua a los
primeros. El capitalismo internacional es frío e inhumano; el capitalismo
patrimonial de la industria y el comercio representa, a nuestro sentir, la
herramienta de trabajo de los hombres de empresa. El capitalismo internacional es
instrumento de explotación y el capital patrimonial lo es de bienestar; el primero
representa -por lo tanto- miseria, mientras que el segundo es de prosperidad. No
somos enemigos del capital, aun foráneo, que se dedica a su negocio; pero sí lo
somos del capitalismo, aun argentino, que se erige en oligarquía para disputarle a
la nación el derecho de gobernarse por sí, y al estado el privilegio de defender al
país contra la ignominia y contra la traición’.
Desearíamos que el mundo occidental, tan empeñado en salvar las estructuras de
nuestra civilización, advirtiese que es necesario seguir el ejemplo argentino,
abandonando los viejos e inútiles cánones del capitalismo, para salvar al capital
poniéndolo al servicio de los hombres y de los pueblos.
La independencia económica nacional y nuestra economía social, ha tenido su más
evidente y generosa consecuencia en las realidades de nuestro primer plan de
gobierno.
El plan que vamos terminando arroja hasta la fecha, como resultado general en
materia de obras públicas, la cantidad de 76.000 obras nuevas destinadas al
servicio del pueblo. Las obras y trabajos realizados se discriminan así: vivienda,
educación, salud pública, transportes, vialidad, combustibles, agua y energía
eléctrica, navegación y puertos, producción agrícola ganadera, producción
industrial y defensa nacional. Clasificadas estas cifras según el concepto general de
inversiones surge de ellas que hemos destinado más del 40% a las obras de carácter
social, otro 40% a los transportes y comunicaciones y el resto a combustibles y
energía.
El menos advertido de los ciudadanos podrá medir por la sola consideración de
nuestras cifras generales el esfuerzo extraordinario realizado por nosotros y en qué
medida hemos luchado, con nuestras realizaciones materiales por afianzar los tres
pilares de nuestra doctrina: la justicia social, la independencia económica y la
soberanía política.
Yo me pregunto si no hubiesen podido hacer por lo menos la mitad de todo lo
nuestro los gobiernos que antaño respondían a los sectores políticos que
permanentemente nos combaten.
Por aquellos tiempos, la mano de obra sobraba en el país; los materiales de
construcción eran baratos y aun abundantes. Todo lo que nosotros construimos en
nuestros tiempos, pudo hacerse entonces con mucho menos dinero y sacrificio.
Con los miles de millones de pesos que el país dejó de cobrar por la diferencia entre
precios de importación y exportación, tal como ya Lo demostramos, se hubiesen
podido realizar tres o cuatro planes quinquenales como el nuestro.
¿Por qué no se realizaron?
Es la pregunta que nunca podrán explicar quienes defienden el pasado como si en
él todo hubiese sido extraordinario y maravilloso. Y es también la pregunta que
nosotros, ocupados en la tarea de construir, tampoco queremos ni necesitamos
investigar demasiado. Eso corresponde a la historia; y la historia recoge realidades.
El tiempo que nos precedió en casi un siglo, es un tiempo vacío de realidades. En
cambio, las realidades de nuestro tiempo no podrán ser abarcadas nunca en un solo
capítulo.
Hemos trabajado demasiado como para no merecer una cantidad mayor de odio o
de reconocimiento que el que puede contener un solo capítulo de la historia.
Porque los historiadores no serán neutrales ni con nosotros ni con nuestro tiempo;
como no lo fueron jamás con los hombres y las épocas que supieron enfrentarse
cara a cara con el destino, pero nosotros no trabajamos para los historiadores, sino
para el pueblo de nuestro tiempo que ha de ir transmitiendo al pueblo de los
tiempos venideros la verdad de lo que hicimos e inclusive las nobles intenciones y
los grandes sueños que no pudimos realizar. El 75% de las inversiones se efectuó en
el interior de la República y el 25% en el Gran Buenos Aires. Me bastará con señalar
algunos hechos fundamentales, sin que eso signifique menosprecio con los demás
esfuerzos realizados por los organismos del Estado. Nuestra acción en materia
agropecuaria puede expresarse en las siguientes realizaciones. El crédito agrario,
instrumento esencial de nuestra economía social aumentó seis veces en 1951 los
valores de 1945.
La mecanización del campo: hemos importado 25.000 tractores y 40.000 arados y
numerosas máquinas menores durante nuestro primer plan.
Apoyamos la industria nacional de maquinaria agrícola en forma absoluta y gracias
a ello puedo hoy anunciar que el país no tiene ya necesidad de importar otro tipo de
maquinaria agrícola que no sean tractores, y si se cumplen nuestros planes, como
es de prever, en el Instituto Aerotécnico de Córdoba, antes del término de nuestro
segundo plan quinquenal, la República Argentina fabricará sus propios tractores y
así toda maquinaria agrícola.
Aprovecho este momento para anunciar también que en el mismo instituto se ha
logrado la fabricación total de los primeros automóviles integralmente argentinos.
Esta realidad no tiene solamente un objeto experimental. A partir de la fecha se
fabricarán 5.000 unidades en 1952, produciéndose asimismo camionetas y pickups.
La fabricación nacional de automotores ha sido posible gracias a la preparación de
nuestros obreros y de nuestros técnicos, desarrollada a través de muchos años de
experiencia en la fabricación de aviones militares. También debe señalarse la
efectiva cooperación de la industria privada que ha posibilitado la construcción del
automóvil “Justicialista” en todos sus detalles sin que ninguna de sus piezas haya
tenido que ser importada.
Es significativo el hecho de que mientras la industria del mundo entero convierte
sus mecanismos para las fabricaciones bélicas, nosotros aprovechamos la
experiencia de nuestras fábricas militares para crear un poco más de bienestar para
nuestro pueblo. En otro orden de cosas, la acción colonizadora tiene también cifras
que por comparación con los años precedentes resultan simplemente
excepcionales. Desde 1941 a 1946 (el quinquenio que precedió a nuestro plan de
gobierno) el Banco de la Nación había integrado 55.000 hectáreas. De 1946 a 1951
otorgó, en colonización, cerca de 1.000.000 de hectáreas. Por otra parte, el Banco
de la Nación ha seguido facilitando la adquisición de la tierra a los arrendatarios y
esta acción será incrementada y aun facilitada en el porvenir. Se han otorgado
12.000 títulos de propiedad que favorecieron a numerosas familias de agricultores,
a quienes se les otorgaron además los créditos necesarios para su adquisición.
La acción colonizadora ha de ejercerse en el porvenir de manera muy especial en
las tierras beneficiadas por las construcciones hidráulicas. Las cooperativas
agrarias han merecido nuestro total apoyo, como que ellas son, en la economía
social, unidades de acción económica que realizan el acceso de los hombres que
trabajan a la posesión total del instrumento y del fruto de sus esfuerzos.
Señalo como norma tendida hacia el futuro la de preferir en el crédito a las
organizaciones cooperativas sobre las empresas de carácter individual.
Llegaremos progresivamente a dejar en manos de la organización cooperativa
agraria todo el proceso económico de la producción.
No debe haber en el país un solo agricultor que no sea cooperativista, porque la
organización cooperativa es al trabajador agrario lo que la organización sindical es
al trabajador industrial, sin que esto signifique que la industria no pueda
organizarse en forma cooperativa, porque es un ideal justicialista que todo el
proceso económico quede en manos de los “hombres que trabajan” y el sistema
cooperativo tiende a ello.
Los fracasos del cooperativismo, en tiempos de la economía, capitalista, son
explicables y perfectamente lógicos: una cooperativa exponente perfecto de la
economía social, no podía conciliar su intereses ni podía enfrentarse con los
monopolios del capital.
Ahora la economía social ampara y defiende a sus cooperativas ellas tienen el
campo abierto para una intensa y decidida acción cuyos límites están solamente
determinados por la capacidad y el afán de Sus organizadores y de sus
componentes.
Quiero declarar no obstante, así como no concibo un dirigente sindical capitalista,
tampoco concibo una cooperativa de productores con mentalidad opuesta a la
economía social.
El cooperativismo agrario ha crecido extraordinariamente en los últimos cinco años
y ya se puede decir que el campo esta representado en él. Más de 700 cooperativas
agrarias van conformando un poderoso movimiento que agrupa a más de 200.000
afiliados. El gobierno nacional ha invertido en el fomento de la producción, parte
de la cual corresponde a inversiones realizadas en la distribución de 2.500.000
bolsas de semilla fiscalizada de trigo, maíz, girasol, lino, etcétera. Ya es conocida la
acción del gobierno realizada en materia de elevadores de granos. Ellos fueron
durante muchos años elementos instrumentales de la explotación monopolista en
el campo argentino.
El 1946 el estado poseía sólo una capacidad en elevadores igual a 164.000
toneladas. Desde entonces construyendo y expropiando, el estado posee casi
2.000.000 de toneladas en elevadores. La defensa de nuestra producción
agropecuaria en el mercado internacional, realizada por intermedio del Instituto
Argentino de Promoción del Intercambio, nos ha permitido cumplir con el
propósito de remunerar generosamente el esfuerzo de los productores con precios
compensatorios. Toda esta acción tendiente a reactivar la economía agropecuaria
no ha tenido, por desgracia, la respuesta que acaso merecíamos en las cifras reales
de nuestra producción de cereales.
En esto el gobierno no culpa a los agricultores, y yo sé que los agricultores no
responsabilizan al gobierno. Pero yo no puedo silenciar en este momento un hecho
que todos recuerdan y que fue la campaña derrotista de nuestra oposición política,
cuyos dirigentes recorrieron todo el campo argentino exhortando a los agricultores
para que no sembrasen.
Aún cuando fueron desoídos por los hombres del campo -pues si la superficie
sembrada disminuyó fue solamente por razones climáticas- yo me pregunto, ante
los inconvenientes de la cosecha escasa que tenemos, ¿cómo se justificarían
nuestros opositores si la causa hubiese sido nada más que la prédica por ellos
desatada?
Una vez más se prueba así, que a nuestros adversarios no les interesa el país y que
con tal de satisfacer sus ambiciones y a sus amos, lo mismo les da hundir en el
hambre o en el caos al pueblo y a la patria.
Pero, felizmente, mientras los políticos de la oposición conversaban, el pueblo
trabajaba. Esta es la razón por la cual siempre podemos devolverles una realidad
por cada mentira. En mi último mensaje agradecí a los agricultores del país por
todo cuanto ellos contribuyeron al afianzamiento de la independencia económica.
Hoy quiero reiterarles que el gobierno ha de responder a aquellos esfuerzos,
cumpliendo con su promesa de entregarles el producto total del trabajo y de los
sacrificios que realicen: acrecentando siempre su cooperación y defendiendo por
todos los medios a su alcance la producción agropecuaria. Señalo la reciente
incorporación del tung al régimen general de comercialización nacional de
cosechas.
El país, durante mi gobierno, ha comenzado a producir té y arroz en cantidades
apreciables. Los productores de esto dos cultivos deben saber que la independencia
económica de la Republica hace posible y exige que se siembre en mayores
cantidades aun; no sólo para el consumo interno, sino para exportar, puesto que el
mercado mundial está en déficit. Sobre esta materia, en los gobiernos de nuestra
dependencia colonial, los gobiernos de la oligarquía siguieron una política
equivocada, prohibiendo o limitando algunos cultivos específicos de las
importaciones de países extranjeros. Señalo como objetivo para el porvenir el
siguiente, que ha sido norma de mi gobierno: el país debe producir por lo menos
todo lo que consume. Cuando las posibilidades del mercado internacional así lo
exijan, debe aumentarse la producción para poder exportar.
Esta ha sido la política seguida por nosotros. Señalo por ejemplo el caso del tabaco.
En 1946 se sembraron 30.000 hectáreas de tabaco que ascienden en 1951 a 42.500.
El 1946 importábamos 9.000 toneladas de tabaco. En 1951 importamos solamente
2.600 toneladas y desde este momento gastaremos un solo peso para importar
tabaco, puesto que la producción argentina debe abastecer nuestro consumo
interno.
A todas las realizaciones que llevo mencionadas debo agregar hoy una más, como
en los años pasados, las cifras de nuestro superávit.
En los años de nuestro gobierno la gestión presupuestaria nos ha dejado desde
1947 saldos favorables que suman miles de millones.
Estas cifras prueban que hemos administrado los dineros del pueblo con sobriedad
y con exacto y claro sentido de nuestra responsabilidad.
Muchas veces en el curso de una gestión presupuestaria hemos tenido que afrontar
situaciones de emergencia como las que determinaron en diversas oportunidades,
extraordinarios aumentos de sueldos al personal de la administración pública.
Nunca pensamos recurrir para ello al arbitrio común del déficit como resultado
final de un presupuesto. Más bien hemos decidido y hemos realizado las economías
necesarias para evitar el consecuente desequilibrio.
Todo ello es posible, cuando se trabaja ordenadamente y se respetan los más
elementales principios financieros que deben regir toda gestión administrativa.
En otro orden de cosas el aluvión de realidades se concreta en el impulso
formidable y sin precedentes que ha recibido la industria nacional.
Encontramos un país condenado por sus amos a trabajar exclusivamente en la
producción agropecuaria. Nosotros decidimos realizar la industrialización de la
República.
Yo recuerdo haber dicho, las siguientes palabras que me permito repetir como
palabras cumplidas: “Debernos producir el doble de lo que estamos produciendo; a
ese doble debemos multiplicarlo por cuatro, mediante una buena industrialización,
es decir, enriqueciendo la producción por la industria; distribuir equitativamente
esa riqueza y aumentar el standard de vida de nuestras poblaciones hambrientas
que son la mitad del país; cerrar ese ciclo con una conveniente distribución y
comercialización de esa riqueza; y ,cuando el ciclo producción – comercialización –
consumo se haya cerrado, no tendremos necesidad de mendigar mercados
extranjeros porque tendremos el mercado dentro del país”. Sobre la base de este
principio fuimos cumpliendo progresivamente nuestro plan de gobierno en materia
industrial. Aquí están las cifras de la realidad de lo ocurrido en 1951.
El volumen físico de la producción industrial ha llega al índice más alto de nuestra
historia aumentando en un 50% sobre 1943.
La República Argentina es el país del mundo que registra el más alto progreso
industrial en los últimos años.
En 1951 el monto de los salarios pagados en la industria fue más de cuatro veces
superior a los pagados en 1946.
Estas no son solamente cifras económicas. Señalan también el progreso del
bienestar en la masa trabajadora. El crédito industrial, llegó en 1951 a más de
veinte veces el de 1945.
Debo aclarar que solamente me refiero a los montos otorgados por el Banco de
Crédito Industrial, se radicaron en el país 200 empresas nuevas que aportaron
maquinarias y equipos por varios cientos de millones de pesos.
Lo fundamental de nuestro plan en materia de promoción industrial se realizó
cuando incorporarnos al país, gastando varios miles de millones de divisas,
maquinarias y equipos que renovaron el material de las industrias existentes y
permitieron la instalación de más de 20.000 industrias nuevas.
Esta es otra de las simples y claras explicaciones de la preocupación que tanto
molesta a nuestros adversarios porque, según dicen, hemos ensoberbecido
demasiado a los obreros.
Así como en 1946 nos propusimos realizar la industrialización del país, ahora nos
proponernos llevar adelante la minería nacional.
Y así corno hasta 1946 habíamos preparado en el Consejo Nacional de Posguerra
todo cuanto era necesario para lanzar gran objetivo de nuestro plan industrial,
hemos venido preparando en los años pasados todos los mecanismos necesarios
para que segundo Plan Quinquenal se caracterice como el Plan Quinquenal de la
minería argentina.
Todo está listo ya para este gran esfuerzo de los argentinos.
En 1951 el Banco de Crédito Industrial facilitó a los mineros, créditos por un valor
más de cien veces superior a los otorgados en 1946.
La producción minera en 1951 superó a la de 1946 en veinte veces su valor. Yo
señalo como realidades fundamentales los trabajos cumplidos en la exploración y
explotación del carbón argentino de Río Turbio: los trabajos de exploración en
Sierra Grande; las tareas desarrolladas por la Dirección General de Fabricaciones
Militares en los altos hornos de Zapala; el incremento extraordinario de nuestra
producción petrolífera y el aumento de nuestras reservas conocidas por el
descubrimiento de nuevas y fecundas zonas petrolíferas en el norte argentino, la
inmensa tarea realizada para lograr el aprovechamiento de las enormes existencias
de gas natural en las zonas petrolíferas, etcétera.
Solamente señalo estos ejemplos como índice de la riqueza extraordinaria de
nuestra tierra, que todo lo espera del trabajo de sus hijos.
En el segundo plan hemos establecido ya como objetivos concretos: que el país en
el año 1958 tendrá que producir todo el carbón y el petróleo que consuma; que el
plan siderúrgico ha de realizarse ahora sobre la base de las enormes existencias de
los yacimientos nacionales del norte y de Sierra Grande; que ha de explorarse la
casi infinita riqueza minera de nuestro suelo, y que ha de producirse en el país todo
el aluminio que nuestra industria necesita.
Dirán por allí nuestros adversarios que estamos soñando. Por suerte tenemos en
favor nuestro el antecedente de unos cuantos años convertidos en realidad, entre
otros el de la independencia económica, el de la flota mercante, el de los teléfonos,
el de los ferrocarriles, el del gasoducto Comodoro Rivadavia-Buenos Aires, etcétera.
En este capítulo de las realidades económicas que nosotros ofrecemos al término
de mi gobierno, yo tendría que referirme indudablemente a las industrias del
estado, a las realizaciones de nuestro plan energético, a nuestras obras hidráulicas,
a nuestra flota mercante, a nuestra flota aérea, a nuestra flota fluvial, al progreso de
nuestras comunicaciones telegráficas y telefónicas, al desarrollo de nuestros
transportes. Pero ello extendería demasiado mi exposición.
Quiero, sin embargo, decir dos palabras acerca de un hecho que el año pasado
anuncié como propósito.
Me refiero a la construcción de vagones y locomotoras argentinas.
En 1951 fue puesta en servicio la locomotora Diésel eléctrica. Ella fue construida
con importantes innovaciones de patente argentina y que demostró, en las pruebas
que ha sido sometida, al más alto rendimiento.
Señalo como objetivo del segundo plan en esta materia, la fabricación en serie de
locomotoras a fin de afianzar también en esto nuestra independencia económica.
Debo destacar que, con el franco auspicio de nuestro crédito bancario, se ha
instalado ya en nuestro país la primera fábrica privada de vagones y que el
gobierno, protegiendo este esfuerzo y cualquier otro que se produzca en esta línea
de la industria nacional, ha resuelto no adquirir más
vagones en el exterior.
En el estado capitalista que dominó durante un siglo nuestra tierra, las
organizaciones del capital, so pretexto de cooperar con el gobierno en la tarea de
afianzar el bienestar general, fueron dominándolo progresivamente.
El gobierno político constituía, indudablemente, para ellas una palanca poderosa,
que muchas veces utilizaron contra el pueblo mismo cuando los hombres de
trabajo, frente a la miserable explotación a que los sometían, levantaban las
banderas de sus reivindicaciones.
Si las fuerzas del capital hubiesen representado alguna vez al pueblo en cualquiera
de sus formas, y no a sus enemigos, hubieran podido ver, más allá del egoísmo y del
dinero, el sufrimiento y el dolor de los humildes, y acaso la cooperación con el
gobierno se hubiese traducido en bienestar social, con beneficio para todos.
Pero el dinero ciega a tos hombres y los pierde.
La última vez que los perdió en nuestra tierra fue cuando pagaron, aliados con
Braden, la traición contra la patria.
La auténtica verdad es que nosotros no hemos hecho otra cosa que establecer el
sistema de cooperación que yo anuncié como ideal de nuestra doctrina, cuando en
1943 propugné la cooperación del Estado con el trabajo y con el capital.
Nosotros, el gobierno y el trabajo, hemos cumplido.
Los que no cumplieron porque no creyeron, aunque vienen llegando tardíamente,
pero vienen llegando, son los representantes del capital.
Ha sido necesario que pasaran seis años y que cayeran empujados por el tiempo o
por la fuerza renovadora de la juventud los antiguos dirigentes y que fueran
substituidos por los nuevos que han aprendido ya, a fuerza de prédica y de
experiencia la lección peronista de 1943. Ahora empiezan a cooperar con el
gobierno y con el trabajo.
Yo les doy la bienvenida mientras quieran trabajar con nosotros en nuestra línea de
economía social por la justicia social y por la independencia económica de nuestra
tierra.
De la soberanía política nos encargamos nosotros, porque no es bueno que el
dinero de las empresas se mezcle con los derechos soberanos de la nación.
Cuando las fuerzas que representan al capital, en sus tres ramas de industria,
comercio y producción, hayan alcanzado la organización que tienen actualmente
las fuerzas sindicales se habrá realizado nuestro alto ideal de la comunidad
organizada, en cuyo seno la felicidad no es el bien que se disfruta en el egoísmo
cerrado de los individuos, sino el bien divino que se comparte juntamente con las
tristezas y las amarguras de] camino.
También en este punto fundamental de nuestra doctrina, que se relaciona con las
organizaciones y actividades económicas, quiero señalar que estamos quemando
etapas de transición.
Así como la clase de los hombres que trabajan va substituyendo a los
representantes del individualismo capitalista en el panorama político, también la
clase de los hombres que trabajan va substituyendo progresivamente a las
empresas individualistas, con las nuevas organizaciones de tipo cooperativo.
Ello significa que los trabajadores, por la natural evolución económica de nuestro
sistema, van adquiriendo progresivamente la propiedad directa de los bienes
capitales de la producción, del comercio y de la industria.
Este camino por el que avanzan ya los trabajadores argentinos tiene un largo, pero
fecundo recorrido y posibilitará el acceso del pueblo a la conducción de su propia
economía.
El viejo ideal del pueblo, en la plena posesión de sus derechos políticos, sociales y
económicos, se realizará entonces, y en aquel momento la justicia social alcanzará
la cumbre de sus objetivos totales y la doctrina peronista será la más bella y
absoluta de las realidades.
Todo este programa ya no puede ser ejecutado en las marchas aceleradas de la
revolución, porque cada una de estas conquistas del pueblo debe ser precedida por
la formación de su propia mentalidad, modificando su propia conciencia política
económica y social.
Nuestro programa futuro habrá de realizarse por una constante y permanente
evolución, pero esto no significa que a veces, en ese derrotero evolutivo, no sean
necesarios los golpes de timón para destruir las olas de la resistencia embravecida
de los privilegios que van a ir cayendo poco a poco al paso de nuestras realidades.
Yo creo firmemente que llega en el mundo la hora de los pueblos.
Las instituciones que quieran mantener el cerco de sus antiguos privilegios y
nieguen la realidad del pueblo impidiéndole que penetre en sus cuadros directivos,
serán destruidas por la avalancha de las masas que surgen desde el principio de la
historia por caminos de sangre y de dolor, pero como una marca incontenible de
libertad y justicia.
Nuestra única gran virtud ha sido adelantamos al tiempo en su evolución
irreversible y ‘organizar la marea’, para que el paso de una edad a otra edad de
nuestra historia se realice sin inconvenientes y sin mayores sacrificios.
La hora de Los pueblos ya no es una palabra de la jerga demagógica en las
mentidas democracias de nuestro tiempo.
Los pueblos están abriéndose camino entre la maraña de redes y de sombras que
los aprisionaba. Ninguna fuerza los podrá detener en ese camino de liberación.
La sed de justicia que llena la boca y el corazón de la humanidad ya no podrá ser
apagada ni con palabras ni con dinero.
En nuestros tiempos se cumplirán inexorablemente las palabras de Cristo y serán
bienaventurados los que tengan sed de justicia porque ellos serán saciados; y
saciados de justicia en la plenitud de su realidad.
Yo me enorgullezco de que el pueblo argentino, sea el que inicia la marcha de los
pueblos en este momento trascendente de la humanidad.
La nuestra, es una marcha de victoria ineludible.
Acaso nosotros, como todos los que en el mundo han levantado, una bandera por
primera vez, caigamos aparentemente derrotados, en nuestro afán casi infinito de
justicia y de libertad.
Pero la marcha no será interrumpida por nuestra caída.
Detrás de nosotros vienen los pueblos del mundo sedientos de libertad y de justicia.
La justicia y la Libertad no se regalan. Se conquistan, se defienden y muchas veces
hay que morir por ellas.

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