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Ante la Asamblea Constituyente Reformadora

27 de enero de 1949

Señores Convencionales Constituyentes:
En la historia de todos los pueblos hay momentos brillantes cuyas fechas se
celebran año tras año y en las cuales se establecen los principios y despiertan los
valores que los acompañaron en su vida de Nación; tales fueron entre nosotros
la Revolución de Mayo y su trascendencia americana impulsada por nuestros
generales y por nuestros soldados. Están unidas estas fechas al entusiasmo
popular que les otorga siempre un matiz de espontaneidad propicio para cantar
el triunfo o la derrota. Son las horas solemnes que gestan la historia, son los
momentos brillantes que cantan los poetas y declaman los políticos, son las
horas de exaltación y de triunfo.
Hay otras épocas en que, calladamente, los países se organizan sobre sólidos
cimientos. Se las puede llamar épocas de transición, porque siempre señalan la
decadencia de una era y el comienzo de otra. Pero no es esa su mayor
importancia, sino que en realidad, en tales momentos, se extraen conclusiones y
recapitulan los resultados de los hechos precedentes para poder aplicar unos y
otros al porvenir. El entusiasmo cede su puesto a la serena reflexión, porque es
necesario abstraer y clasificar para poder organizar y constituir. El resultado no
depende de la fuerza ni del ingenio, sino del buen criterio y la imparcialidad de
los hombres.
Dios no ha sido avaro con el pueblo argentino. Hemos saboreado los momentos
de emoción exaltada y gustado las horas tranquilas de cimentación jurídica.
La cruzada emancipadora y la era constituyente son altísimos exponentes de la
creación heroica y de la fundación jurídica.
Permitidme que después de agradecer la invitación que me habéis hecho de
asistir a este acto tan trascendental para la vida de la República, eleve mi
corazón y mi pensamiento hacia las regiones inmarcesibles, donde mora el
genio tutelar de los argentinos, el general San Martín.
San Martín es el héroe máximo, héroe entre los héroes y Padre de la Patria. Sin
él se hubieran diluido los esfuerzos de los patriotas y quizás no hubiera existido
el aglutinante que dio nueva conformación al continente americano. Fue el
creador de nuestra nacionalidad y el libertador de pueblos hermanos. Para él
sea nuestra perpetua devoción y agradecimiento. Los Constituyentes del 53
habían padecido ya las consecuencias de la desorganización, de la arbitrariedad
y de la anarquía. La Generación del 53 era la sucesora de aquella de la
Independencia, la heroica. Más que la estrategia de los campos de batalla tenía
presente la obscura lucha civil; más que los cabildos populares, la
desorganización política y el abandono de las artes y de los campos. Había visto
de cerca la miseria, la sangre y el caos; pero debía elevarse apoyándose en el
pasado para ver, más allá del presente, la grandeza del futuro; y más aún, tenía
que sobreponerse a la influencia extranjera, ahondar en el modo de ser del país
para no caer en la imitación de leyes foráneas. Hubo de liberarse de la
intransigencia de los círculos cerrados y de los resabios coloniales, para que la
Constitución no fuera a la zaga de las de su tiempo.
Augustos diputados de la Nación nombró Urquiza a los del Congreso
Constituyente, y no estuvieron por debajo de ese adjetivo; reconstruyeron la
Patria; terminaron con las luchas y unieron indisolublemente al pueblo y a la
soberanía, renunciando a todo interés que estuviera por debajo del bienestar de
la Nación.
De esta manera se elaboró nuestra Carta Magna, no sólo para legislar sino para
organizar, defender y unir a la Argentina.
La evolución de los pueblos, el simple transcurso de los tiempos, cambian y
desnaturalizan el sentido de la legislación dictada para los hombres de una
época determinada. Cerrar el paso a nuevos conceptos, nuevas ideas, nuevas
formas de vida, equivale a condenar a la humanidad a la ruina y al
estancamiento. Al pueblo no pueden cerrársele los caminos de la reforma
gradual de sus leyes; no puede impedírsele que exteriorice su modo de pensar y
de sentir y los incorpore a los cuerpos fundamentales de su legislación. No podía
el pueblo argentino permanecer impasible ante la evolución que las ideas han
experimentado de cien años acá. Mucho menos podía tolerar que la persona
humana que el caballero que cada pecho criollo lleva dentro, permaneciera a
merced de los explotadores de su trabajo y de los conculcadores de su
conciencia. Y el límite de todas las tolerancias fue rebasando cuando se dio
cuenta que las actitudes negativas de todos los poderes del Estado conducían a
todo el pueblo de la Nación Argentina al escepticismo y a la postración moral,
desvinculándolo de la cosa pública.
Las fuerzas armadas de la Nación, intérpretes del clamor del pueblo, sin rehuir
la responsabilidad que asumían ante el pueblo mismo y ante la Historia, el 4 de
junio de 1943, derribaron cuanto significaba una renuncia a la verdadera
libertad, a la auténtica fraternidad de los argentinos.
La Constitución conculcada, las leyes incumplidas o hechas a medida de los
intereses contrarios a la Patria; las instituciones políticas y la organización
económica al servicio del capitalismo internacional; los ciudadanos burlados en
sus más elementales derechos cívicos; los trabajadores a merced de las
arbitrariedades de quienes obraban con la impunidad que les aseguraban los
gobiernos complacientes. Este es el cuadro que refleja vivamente la situación al
producirse el movimiento militar de 1943.
No es de extrañar que el pueblo acompañara a quienes, interpretándole,
derrocaban el régimen que permitía tales abusos.
Por eso decía que no pueden cerrárseles los caminos de la reforma gradual y del
perfeccionamiento de los instrumentos de gobierno que permiten y aun
impulsan un constante progreso de los ciudadanos y un ulterior
perfeccionamiento de los resortes políticos.
Cuando se cierra el camino de la reforma legal nace el derecho de los pueblos a
una revolución legítima.
La historia nos enseña que esta revolución legítima es siempre triunfante. No es
la asonada ni el motín ni el cuartelazo; es la voz, la conciencia y la fuerza del
pueblo oprimido que salta o rompe la valla que le oprime. No es la obra del
egoísmo y de la maldad. La revolución en estos casos es legítima, precisamente
porque derriba el egoísmo y la maldad. No cayeron éstos pulverizados el 4 de
junio. Agazapados, aguardaron el momento propicio para recuperar las
posiciones perdidas. Pero el pueblo, esta vez, el pueblo solo, supo enterrarlos
definitivamente el 17 de octubre.
Y desde entonces, la justicia social que el pueblo anhelaba, comenzó a lucir en
todo su esplendor. Paulatinamente llega a todos los rincones de la Patria, y sólo
los retrógrados y malvados se oponen al bienestar de quienes antes tenían todas
las obligaciones y se les negaban todos los derechos.
Afirmada la personalidad humana del ciudadano anónimo, aventada la
dominación que fuerzas ajenas a las de la soberanía de nuestra Patria ejercían
sobre la primera de nuestras fuentes de riqueza, es decir, sobre nuestros
trabajadores y sobre nuestra economía; revelada de nuevo el ansia popular de
vivir una vida libre y propia, se patentizó en las urnas el deseo de terminar para
siempre y el afán de evitar el retorno de las malas prácticas y malos ejemplos
que impedían el normal desarrollo de la vida argentina, por cauces de legalidad
y de concordia.
El clamor popular que acompañó serenamente a las fuerzas armadas el 4 de
junio y estalló pujante el 17 de octubre, se impuso, solemne, el 24 de febrero.
Tres fechas próximas a nosotros, cuyo significado se proyecta hacia el futuro, y
cuyo eco parece percibirse en las generaciones del porvenir. La primera señala
que las fuerzas armadas respaldan los nobles deseos y elevados ideales del
pueblo argentino; la segunda, representa la fuerza quieta y avasalladora de los
pechos argentinos decididos a ser muralla para defender la ciudadela de sus
derechos o ariete para derribar los muros de la opresión; y en la última,
resplandece la conjunción armónica, la síntesis maravillosa y el sueño
inalcanzado aún por muchas democracias de imponer la voluntad
revolucionaria en las urnas, bajo la garantía de que la libre conciencia del
pueblo sería respaldada por las armas de la Patria.
Desde este punto y hora comenzó para la Argentina la tarea de su
reconstrucción política, económica y social. Comenzó la tarea de destruir todo
aquello que no se ajusta al nuevo estado de la conciencia jurídica expresada tan
elocuentemente en las jornadas referidas y confirmada cada vez que ha sido
consultada la voluntad popular. Podemos afirmar que hoy el pueblo argentino
vive la vida que anhelaba vivir.
No hubiéramos reparado en nada si para devolver su verdadera vida al pueblo
argentino hubiera sido preciso transformar radicalmente la estructura del
Estado; pero, por fortuna, los próceres que nos dieron honor, Patria y bandera,
y los que más tarde estructuraron los basamentos jurídicos de nuestras
instituciones, marcaron la senda que indefectiblemente debe seguirse para
interpretar el sentimiento argentino y conducirlo con paso firme hacia sus
grandes destinos. Esta senda no es otra que la libertad individual, base de la
soberanía; pero ha de cuidarse que el abuso de la libertad individual no lesione
la libertad de otros y que la soberanía no se limite a lo político, sino que se
extienda a lo económico o, más claramente dicho, que para ser libres y
soberanos no debemos respetar la libertad de quienes la usen para hacernos
esclavos o siervos.
Por el instinto de conservación individual y colectivo, por el sagrado deber de
defender al ciudadano y a la Patria, no debemos quedar indefensos ante
cualquiera que alardeando de su derecho a la libertad quiera atentar contra
nuestras libertades. Quien tal pretendiera tendrá que chocar con la muralla que
le opondrán todos los corazones argentinos.
Hasta el momento actual, sólo se habían enunciado los problemas que debían
solucionarse de acuerdo a la transformación que el pueblo argentino desea.
Ahora, la representación de la voluntad general del pueblo argentino ha
manifestado lo que contiene esta voluntad y a fe que no es mucho. Yo, que he
vivido con el oído puesto sobre el corazón del pueblo, auscultando sus más
mínimos latidos, que me he enardecido con la aceleración de sus palpitaciones y
abatido con sus desmayos, podría concretar las aspiraciones argentinas diciendo
que lo que el pueblo argentino desea es no tolerar ultrajes de fuera, ni de dentro,
ni admitir vasallaje político ni económico; vivir en paz con todo el mundo,
respetar la libertad de los demás, a condición de que nos respeten la propia;
eliminar las injusticias sociales, amar a la Patria y defender nuestra bandera
hasta nuestro último aliento.
Convencido como estoy de que estos son los ideales que encarnan los
convencionales aquí reunidos, permitidme que exprese la emoción profunda
que me ha producido ver, que para precisar el alcance de anhelo de los
Constituyentes del 53 el Partido Peronista haya acordado ratificar en el
Preámbulo de la Carta Magna de los argentinos, la decisión irrevocable de
constituir lo que siempre he soñado: una Nación socialmente justa,
económicamente libre y políticamente soberana.
Con la mano puesta sobre el corazón, creo que este es el sueño íntimo e
insobornable de todos los argentinos; de los que me siguen y de los que no tengo
la fortuna de verles a mi lado.
Con las reformas proyectadas por el Partido Peronista, la Constitución adquiere
la consistencia de que hoy está necesitada. Hemos rasgado el viejo papelerío
declamatorio que el siglo pasado nos transmitió; con sobriedad espartana
escribimos nuestro corto mensaje a la posteridad, reflejo de la época que
vivimos y consecuencia lógica de las desviaciones que habían experimentado los
términos usados en 1853.
El progreso social y económico y las regresiones políticas que el mundo ha
registrado en los últimos cien años, han creado necesidades ineludibles; no
atenderlas proveyendo a lo que corresponda, equivale a derogar los términos en
que fue concebida por sus autores.
¿Podían imaginar los Constituyentes del 53 que la civilización retrocediera hasta
el salvajismo que hemos conocido en las guerras y revoluciones del siglo XX?
¿Imaginaron los bombardeos de ciudades abiertas o los campos de
concentración, las brigadas de choque, el fusilamiento de prisioneros, las mil
violaciones al derecho de gentes, los atentados a las personas y los vejámenes a
los países que a diario vemos en esta posguerra interminable? Nada de ello era
concebible. Hoy nos parece una pesadilla, y los argentinos no queremos que
estos hechos amargos se puedan producir en nuestra Patria. Aún más: deseamos
que no vuelvan a ocurrir en ningún lugar del mundo. ¡Anhelamos que la
Argentina sea el reducto de las verdaderas libertades de los hombres y la
Constitución su imbatible parapeto!
En el orden interno, ¿podían imaginarse los Convencionales del 53 que la
igualdad garantizada por la Constitución llevaría a la creación de entes
poderosos, con medios superiores a los propios del Estado? ¿Creyeron que estas
organizaciones internacionales del oro se enfrentarían con el Estado y se
negarían a sojuzgarle y a extraer las riquezas del país? ¿Pensaron siquiera que
los habitantes del suelo argentino serían reducidos a la condición de parias
obligándoles a formar una clase social pobre, miserable y privada de todos los
derechos, de todos los bienes, de todas las ilusiones y de todas las esperanzas?
¿Pensaron que la máquina electoral montada por los que se apropiaron de los
resortes del poder llegaría a poner la libertad de los ciudadanos a merced del
caudillo político, del “patrón” o del “amo”, que contaba su “poderío electoral”
por el número de conciencias impedidas de manifestarse libremente?
Hay que tener el valor de reconocer cuándo un principio aceptado como
inmutable pierde su actualidad. Aunque se apoye en la tradición, en el derecho o
en la ciencia, debe declararse caduco tan pronto lo reclame la conciencia del
pueblo. Mantener un principio que ha perdido su virtualidad, equivale a
sostener una ficción.
Con las reformas propiciadas pretendemos correr definitivamente un tupido
velo sobre las ficciones que los argentinos de nuestra generación hemos tenido
que vivir. Deseamos que se desvanezca el reino de las tinieblas y de los engaños.
Aspiramos a que la Argentina pueda vivir una vida real y verdadera. Pero esto
sólo puede alcanzarse si la Constitución garantiza la existencia perdurable de
una democracia verdadera y real.
La demostración más evidente de que la conquista de nuestras aspiraciones va
por buen camino la ofrece el hecho de que se reúne el Congreso Nacional
Constituyente después de transcurridos más de cinco años y medio del golpe de
fuerza que derribó el último gobierno oligárquico. La acción revolucionaria no
hubiera resistido los embates de la pasión, de la maldad y de odio si no hubiese
seguido la trayectoria inicial que dio impulso y sentido al movimiento. La idea
revolucionaria no hubiera podido concretarse en un molde constitucional de no
haber podido resistir las críticas, los embates y el desgaste propios de los
principios cuando chocan con los escollos que diariamente salen al paso del
gobernante. Los principios de la revolución no se hubieran mantenido si no
hubiesen sido el fiel reflejo del sentimiento argentino.
Muy profunda ha de ser la huella impresa en la conciencia nacional por los
principios que rigen nuestro movimiento cuando en la última consulta electoral
el pueblo los ha consagrado otorgándoles amplios poderes reformadores. Y de
esta Asamblea que hoy inicia su labor constructiva debe salir el edificio que la
Nación entera aguarda para alojar dignamente el mundo de ilusiones y
esperanzas que sus auténticos intérpretes le han hecho concebir.
En este momento se agolpan en mi mente las quimeras de nuestros próceres y
las inquietudes de nuestro pueblo. Los episodios que han jalonado nuestra
historia. La lucha titánica desarrollada en los casi ciento treinta y nueve años
transcurridos desde el alumbramiento de nuestra Patria. La emancipación, los
primeros pasos para organizarse, las discordias civiles, la estructuración
política, los anhelos de independencia total, la entrega a los intereses foráneos,
la desesperación del pueblo al verse sojuzgado económicamente y el último
esfuerzo realizado por romper toda atadura que nos humillara y toda
genuflexión que nos ofendiera.
Todo esto desfila por mi mente y golpea mi corazón con igual ímpetu que
percute y exalta vuestro espíritu. Y pienso en los fútiles subterfugios que se han
opuesto a las reformas proyectadas. Y veo tan deleznables los motivos y tan
envueltas en tinieblas las sinrazones, que ratifico, como seguramente vosotros
ratificáis en el altar sagrado de vuestra conciencia, los elevados principios en
que las reformas se inspiran y las serenas normas que concretan sus preceptos.
Y consciente de la responsabilidad que a esta Magna Asamblea alcanza, os
exhorto a que ningún sórdido interés enturbie vuestro espíritu y ningún móvil
mezquino desvíe vuestro derrotero. Que salga limpia y pura la voluntad
nacional. ¡Así añadiréis un galardón más de gloria a nuestra Patria!
En los grandes rasgos de las reformas proyectadas por el Partido Peronista, se
perfila clara la voluntad ciudadana que ha empujado nuestros actos.
Cuando al crearse la Secretaría de Trabajo y Previsión se inició definitivamente
la era de la política social, las masas obreras argentinas siguieron
esperanzadamente la cruzada redentora que de tanto tiempo atrás anhelaban.
Vieron claro el camino que debía recorrerse. En el discurso del día 2 de
diciembre de 1943 afirmaba que “por encima de preceptos casuísticos, que la
realidad puede tornar caducos el día de mañana, está la declaración de los
altísimos principios de colaboración social”. El objeto que con ello perseguía
era: robustecer los vínculos de solidaridad humana, incrementar el progreso de
la economía nacional, fomentar el acceso a la propiedad privada, acrecer la
producción en todas sus manifestaciones y defender al trabajador mejorando
sus condiciones de trabajo y de vida.
Al volver la vista atrás y examinar el camino recorrido desde que tales palabras
fueron pronunciadas, no puedo menos que preguntar a los esforzados hombres
de trabajo de mi Patria entera si, a pesar de todos los obstáculos que se han
opuesto al logro de mis aspiraciones he logrado o no lo que me proponía
alcanzar.
Y cotejando este programa mínimo, esbozo de la primera hora, cuando era tan
fácil prometer sin tasa ni medida, ¿no es cierto que se nota una completa
analogía con los rasgos esenciales de la reforma que el peronismo lleva al
Congreso Constituyente? La mesura con que Dios guió mis primeros pasos es
equiparable a la prudencia que inspira las reformas proyectadas.
Si así no hubiera sido, tened la absoluta certeza, de que, como jefe del partido,
no hubiera consentido que se formularan. En toda mi vida política he sostenido
que no dejaré prevalecer una decisión del partido que pueda lesionar en lo más
mínimo el interés supremo de la Patria. Creed que esta afirmación responde al
más íntimo convencimiento de mi alma, y que fervientemente pido a Dios que
mientras viva me lo mantenga.
Había pensado en la conveniencia de presentar ante Vuestra Honorabilidad el
comentario de las reformas que aparecen en el anteproyecto elaborado por el
Partido Peronista. Desisto, sin embargo, de la idea porque exigiría un tiempo
excesivo. Por otra parte, la explicación se encuentra sintetizada en el propio
anteproyecto y desarrollada ampliamente por mí en un discurso que ha tenido
amplia difusión.
Señores: La comunidad nacional como fenómeno de masas aparece en las
postrimerías de la democracia liberal. Ha desbordado los límites del ágora
política ocupada por unas minorías incapaces de comprender la novedad de los
cambios sociales de nuestros días. El siglo XIX descubrió la libertad, pero no
pudo idear que ésta tendría que ser ofrecida de un modo general, y que para ello
era absolutamente imprescindible la igualdad de su disfrute.
Cada siglo tiene su conquista, y a la altura del actual debemos reconocer que así
como el pasado se limitó a obtener la libertad, el nuestro debe proponerse la
justicia.
El contenido de los conceptos Nación, sociedad y voluntad nacional no era antes
lo que es en la actualidad. Era una fuerza pasiva; era el sujeto silencioso y
anónimo de veinte siglos de dolorosa evolución. Cuando este sujeto silencioso y
anónimo surge como una masa, las ideas viejas se vuelven aleatorias, la
organización política tradicional tambalea.
Ya no es posible mantener la estructuración del Estado en una rotación entre
conservadores y liberales. Ya no es posible limitar la función pública a la mera
misión del Estado-gendarme. No basta ya con administrar: es imprescindible
comprender y actuar. Es menester unir; es preciso crear.
Cuando esa masa planta sus aspiraciones, los clásicos partidos turnantes
averiguan que su dispositivo no estaba preparado para una demanda semejante.
Cuando la democracia liberal divisa al hombre al pie de su instrumento de
trabajo, advierte que no había calculado sus problemas, que no había contado
con él, y, lo que es más significativo, que en lo futuro ya no se podrá prescindir
del trabajador.
Lo que los pueblos avanzan en el camino político, puede ser desandado en un
día. Puede desviarse, rectificarse o perderse lo que en el terreno económico se
avanza. Pero lo que en el terreno social se adelante, esto no retrocede jamás.
Y la democracia liberal, flexible en sus instituciones para retrocesos y discreteos
políticos y económicos, no era igualmente flexible para los problemas sociales; y
la sociedad burguesa, al romper sus líneas ha mostrado el espectáculo
impresionante de los pueblos puestos de pie para medir la magnitud de su
presencia, el volumen de su clamor, la justicia de sus aspiraciones.
A la expectación popular sucede el descontento. La esperanza en la acción de las
leyes se transforma en resentimiento si aquéllas toleran la injusticia. El Estado
asiste impotente a una creciente pérdida de prestigio. Sus instituciones le
impiden tomar medidas adecuadas y se manifiesta el divorcio entre su
fisonomía y la de la Nación que dice representar.
A la pérdida de prestigio sucede la ineficacia, y, a ésta, la amenaza de rebelión,
porque si la sociedad no halla en el poder el instrumento de su felicidad, labra
en la intemperie el instrumento de la subversión.
¡Esto es el signo de la crisis!
El caso de los absolutismos abrió a las iniciativas amplio cauce; pero las
iniciativas no regularían por sí mismas los objetivos colectivos, sino los
privados.
Mientras se fundaban los grandes capitalismos, el pueblo permaneció aislado y
expectante. Después, frente la explotación, fortaleció su propio descontento.
Hoy no es posible pensar organizarse sin el pueblo, ni organizar un Estado de
minorías para entregar a unos pocos privilegiados la administración de la
libertad. Esto quiere decir que de la democracia liberal hemos pasado a la
democracia social.
Nuestra preocupación no es tan sólo crear un ambiente favorable para que los
más capaces o los mejor preparados labren su prosperidad, sino procurar el
bienestar de todos. Junto al arado, sobre la tierra, en los talleres y en las
fábricas, en el templo del trabajo, donde quiera que veamos al individuo que
forma esas masas, al descamisado, que identifica entre nosotros nuestra
orgullosa compresión del acontecimiento de nuestro siglo, se halla hoy también
el Estado.
El Estado argentino de hoy tiene ahí puesta su atención y su preocupación. La
felicidad y el bienestar de la masa son las garantías del orden, son el testimonio
de que la primera consigna del principio de autoridad en nuestra época ha sido
cumplida.
Queden con su conciencia los que piensan que el problema puede solucionarse
aprisionando con mano de hierro las justas protestas de la necesidad o los que
quieren convertir la Nación en un rencoroso régimen de trabajos forzados sin
compensaciones y sin alegrías.
Nosotros creemos que la fe y la experiencia han iluminado nuestro
pensamiento, para permitirnos extraer de esa crisis patética de la humanidad
las enseñanzas necesarias.
Esa masa, ese cuerpo social, ese descamisado que estremece con su presencia la
mole envejecida de las organizaciones estatales que no han querido aún
mortificarse ni progresar es, precisamente, nuestro apoyo, es la causa de
nuestros trabajos, es nuestra gran esperanza. Y esto es lo que da, precisamente,
tono, matiz y sentido a nuestra democracia social.
Señores: Estamos en este recinto unidos espiritualmente en el gran anhelo de
perfeccionar la magna idea de libertad, que las desviaciones de la democracia
liberal y su alejamiento de lo humano hicieron imposible.
Cuando el mundo vive horas de dolorosa inquietud, nos enorgullece observar
que lo que impulsa y anima nuestra acción es la comunidad nacional
esperanzada. Conscientes de la trascendencia del momento, del signo decisivo
de esa época en que nos hallamos, queremos hacernos dignos de su confianza.
Señores Convencionales: Termino mis palabras con las que empieza y seguirá
empezando nuestra Constitución: ¡Invoco a Dios, fuente de toda razón y justicia,
para que os dé el acierto que los argentinos esperamos y que la Patria necesita!

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