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Discurso para Navidad

24 de diciembre de 1947

Queridos descamisados de mi Patria:
En esta memorable hora de la paz del Divino Redentor, tregua cristiana de
Nochebuena, quiero llegaros al corazón con el mensaje de una mujer que habla
para el pueblo, porque viene de él y comparte día a día sus grandezas y sus
desánimos, sus inquietudes y sus alegrías.
Es el instante propicio para el compañero que evoca un año de tarea noblemente
compartida. Es el momento maravilloso de la fe, de Ia generosidad, de la
amistad, del amor por el débil, por el alejado, por el solitario. Quiero ser la voz
de mujer que comprende y agigante a través del éter ese maravilloso toque
íntimo, un poco alegre y un poco melancólico, que debe poseer la Nochebuena
de Jesús.
Estar simbólicamente con mis “descamisados” en el alborozo de su mesa
justicieramente repleta. Participar de su alegría de trabajadores, como la del
evangélico José, el carpintero de Judea. Ser un invitado más en cada pueblo, en
cada alejada y remota tertulia, en selva, río, montaña, serranía, allí donde se
halle un argentino con esperanza y con fe en su país y en la mano abierta y
amiga de sus gobernantes.
No quiero volver a repetir palabras que más que en las bocas están ya en los
corazones del pueblo. No quiero insistir que vivimos en la tierra de la paz, y que
la Divina Providencia nos da, día a día, muestras inequívocas de su
complacencia para demostrarnos aquella verdad. No quiero, en esta hora dulce
y animada, forzaros a la evocación de tierra y pueblos más desdichados, por
donde cruzó en mala hora la incomprensión y el error de los hombres,
desatando la guerra. La piedad cristiana nos ha hecho pensar en nuestros
hermanos del mundo, y la Argentina tiene sus surcos y sus rodeos para ellos,
restañando heridas y devolviendo al mundo aquella nuestra palpable bondad de
la vida que nosotros queremos para todas las caras: la sonrisa. Como lo pidió
vuestro líder, como lo deseo yo, como lo solicitamos humildemente al Altísimo,
en esta Nochebuena, más que nunca “queremos que las generaciones argentinas
aprendan a sonreír desde la infancia”. Para devolver a otros pueblos y a otras
tierras la sonrisa, para hacer de esta felicidad nuestra la felicidad futura de otros
seres humanos, es nuestra rogativa de Navidad que quiere compartir con
vosotros.
Allí donde estáis, descamisados del país, allí donde comáis esta noche el pan
dulce augural y la sidra espumosa de la celebración popular por excelencia, allí
donde brindáis por los vuestros y por los ajenos a vosotros, allí quiero estar yo,
para recordaros que vivimos y luchamos por un gran país. Que nuestro orgullo
de triunfadores de la injusticia entre clases es la mejor prueba de que estamos
en el camino de Dios. Que nuestra satisfacción generosa de este instante,
florecido y aromado por risa de los niños, es el mejor galardón de esta batalla
anual por el sostenimiento de nuestras conquistas vitales, humanísimas, casi
íntimas en cada ser que lucha, piensa y sueña cada día en un más alto
escalón de la condición humana. Nuestra victoria es la más maravillo de las
victorias: es la victoria del hombre, es la victoria de la esencia misma de Jesús:
el hombre. Supimos que el hombre no es un mecanismo de relojería, ni una
maquinaria sometida a prueba de eficiencia y cuadro de desgaste; supimos que
el hombre es, ante todo, un pobre corazón lleno de amor, y rebosante de pasión
por la vida. Supimos que el hombre es, en primer término, ansiedad, miedo,
esperanza y voluntad; desterramos de los argentinos el miedo que envilece a los
pueblos y la ansiedad diaria por el sustento, que condiciona y abruma la
formación de la familia y de la Patria. Con ello volvió a los argentinos el fervor
por su voluntad de trabajo, al devolverles la justicia Y al fin hemos hecho que, de
las excelencias del argentino, sea la esperanza cristiana de la fe en su pueblo !a
más maravillosa de las resurrecciones Eso es mis queridos descamisados, lo que
hemos hecho y seguiremos haciendo por el triunfo del corazón del hombre. Eso:
acercar el amor y el gozo del pan, al mayor número. Que desde La Quiaca a la
Isla de los Estados se viva cada jornada con mayor fervor por la vida. Que sea la
sonrisa, la amplia sonrisa de la paz y de la justicia, la contraseña de los
argentinos dentro del mundo.
En esta noche apacible, llena de luces, cuando las estrellas parecen más
cercanas a la Tierra, y la convocatoria evangélica de las campanas nos pone en la
suave meditación de la belleza de Cristo, es cuando pienso más en todos
vosotros, descamisados de mi jornada diaria. Pienso en vuestros hijitos
redimidos de la inquietud del futuro, pienso en vuestras mujeres, para quienes
la vida es, ante todo, la tibieza de un hogar sin problemas inmediatos, pienso en
vuestros enfermos, en vuestros allegados, en toda esa serie de pequeñas cosas,
dichas entre risas, que tiene la Nochebuena del pueblo, y me ruedan las
lágrimas. Porque soy de vuestra misma madera, y me estremece pensar, siquiera
por un instante, que la mano de Dios no hubiese señalado, como mujer del
Presidente, otro camino de obligaciones protocolares que no fuera este, el más
dulce, el más recio, el más maravilloso de todos: el de estar latiendo y vibrando
junto a vosotros. El de estar con mi pueblo, y por mi pueblo, para mi mismo
pueblo. El de elevar ahora, junto a mi marido, en la hora del brindis de
augurios, esta sola plegaria: ¡Que sean eternas para la Argentina estas sonrisas
de paz de Nochebuena! Que dónde quiera que nos encamine el destino como
país, sea nuestra meta y sea nuestra primera preocupación, imitando
humildemente a Cristo, el corazón del hombre y el amor por el prójimo. Así sea,
descamisados de mi Patria.

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