No me consideraría con derecho a levantar mi voz en el solemne día que se festeja
la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser tan sólo halago de
circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia ocasional. Me veo
impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme convicción de que las
corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que parecen disputarse la
hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del espíritu que ha sido
capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al Nuevo Mundo.
No me atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la
Comunidad Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del
Día de la Raza. Únicamente puede justificarse el que rompa mi silencio la
exaltación de nuestro espíritu ante la contemplación reflexiva de la influencia que,
para sacar al mundo del caos que se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que
encierra la titánica obra cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del
inmortal genio de España.
Al impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina, coheredera
de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del espíritu.
En medio de un mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las
consecuencias de la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en
medio de la confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la
Argentina, la isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día
para rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen la
expresión más acabada del genio y la grandeza de la raza.
Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la patria
madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han salido de su
maternal regazo.
Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene la jerarquía de símbolo. Porque
recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que
nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es
afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos
parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más
digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus virtudes
y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu señoril y
cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se disipen las
nieblas de los odios y de los egoísmos. Por eso rendimos aquí el doble homenaje a
Cervantes y a la raza.
Homenaje, en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra
inmortal, la más perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y
breviario del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos de los siglos, espejo y
paradigma de su raza.
Destino maravilloso el de Cervantes que, al escribir El Ingenioso Hidalgo Don
Quijote de la Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo
de la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un
idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además
caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y son ya
los siglos los que muestran, en el laberinto dramático que es esta hora del mundo,
que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien y la ventura de
todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros gauchos es la empresa
que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras pampas”.
En segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza a que pertenecemos.
Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo
puramente espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que
nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro
origen y nuestro destino. Ella es lo que nos aparta de caer en el remedo de otras
comunidades cuyas esencias son extrañas a la nuestra, pero a las que con cristiana
caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza constituye
nuestro sello personal, indefinible e inconfundible.
Para nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a
saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad.
Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura
occidental.
Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el
descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la
cultura occidental.
Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la
historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor
ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos,
de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.
Su empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de
ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y
saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el
mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a los pueblos de Indias y
convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la buena nueva de la verdad
revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos
pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No
aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser
humano…
Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo
desconocido; ni el desierto, ni la selva con sus mil especies donde la muerte
aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa,
misteriosa, ignorada y hostil.
Nada los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que
asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña
que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y desconocidas
muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los momentos más
difíciles, en los que se los ve más grandes, más serenamente dueños de sí mismos,
más conscientes de su destino, porque en ellos parecía haberse hecho alma y figura
la verdad irrefutable de que “es el fuerte el que crea los acontecimientos y el débil el
que sufre la suerte que le impone el destino”. Pero en los conquistadores pareciera
que el destino era trazado por el impulso de su férrea voluntad.
Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus
enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la
calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa de
héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó
cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se
la propaló a los cuatro vientos.
Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha
pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada, interesaba doblemente a los
aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la
cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos
Hispanoamérica.
Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual
propicia a sus fines imperialistas, cuyas asalariados y encumbradísimos voceros
repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría por
cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha sido el
de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la
conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra raza.
Doble agravio se nos infería: aparte de ser una mentira, era una indignidad y una
ofensa a nuestro decoro de pueblos soberanos y libres.
España, nuevo Prometeo, fue así amarrada durante siglos a la roca de la Historia.
Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su
empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental.
Allí están, como prueba fehaciente, las cúpulas de las iglesias asomando en las
ciudades fundada por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad,
sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la cultura, porque
“conviene –según se lee en la Nueva Recopilación- que nuestros vasallos, súbditos
y naturales, tengan en los reinos de Indias universidades y estudios generales
donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y facultades, y por el mucho
amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de nuestras Indias y
desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del error, se crean Universidades
gozando los que fueren graduados en ellas de las libertades y franquezas de que
gozan en estos reinos los que se gradúan en Salamanca”.
Su celo por difundir la verdad revelada porque –como también dice la
Recopilación- “teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo
a procurar el servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las
fuerzas y el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo
el mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al
gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que habitan
las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”.
España levantó ciudades, edificó universidades, difundió la cultura, formó
hombres, e hizo mucho más: fundió y confundió su sangre con América y signó a
sus hijas con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y
apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la
expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura
occidental con el ímpetu de una energía nueva.
Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad
clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un
puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo
divino de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza de Dios.
Son hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806,
al extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con “pena
de la vida al que los insulte”. Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810
asume la revolución recién nacida; es sangre de esa sangre la que vence
gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la
que anima el corazón de los montoneros; es la que bulle en el espíritu levantisco e
indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman
a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las
venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los
Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso
griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la que
alienta a los que organizaron la República; es la que se derramó generosamente
cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la dignidad del país; es la
misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia pero con irreductible
firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que
correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó
su anatema a quienes no fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón,
porque sabe y la verdad lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos,
de sus decisiones, de su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí
vivida; de esa raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y
carne de nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin
alardes y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada
se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así
lo requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro
foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer
protagonista en el escenario turbulento de las calles de una ciudad.
Señores: la historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura
occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la
nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones.
El Día de la Raza, instituido por el Presidente Yrigoyen, perpetúa en magníficos
términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora –
dice el Decreto-, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus
guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo
de sus sabios, las labores de sus menestrales y con la aleación de todos estos
factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en
que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y
con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de
mantener con jubiloso reconocimiento”.
Si la América olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos
con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y
negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas
carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se conserva
piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no
esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado
en las antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de
progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”.
El sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros
introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporado y
absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e
ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos
exóticos pretenden mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el
primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de sus
labores intelectuales les habilita para influir en el proceso mental de las
muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas típicas de
la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que pude decir –
el 24 de noviembre de 1944- que “tiende, ante todo, a cambiar la concepción
materialista de la vida por una exaltación de los valores espirituales”.
Precisamente esa oposición, esa contraposición entre materialismo y
espiritualidad, constituye la ciencia del Quijote. O más propiamente representa la
exaltación del idealismo, refrenado por la realidad del sentido común.
De ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es preciso identificar
como genio auténticamente español, tal que no puede concebirse como no sea en
España.
Esta solemne sesión que la Academia Argentina de Letras ha querido poner bajo la
advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su nacimiento,
traduce –a mi modo de ver- la decidida voluntad argentina de reencontrar las rutas
tradicionales en las que la concepción del mundo y de la persona humana se
originan en la honda espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza ibérica y
cristiana.
Para participar en ese acto, he preferido traer, antes que una exposición académica
sobre la inmortal figura de Cervantes, su palpitación humana, su honda vivencia
espiritual y su suprema gracia hispánica. Su vida y en su obra personifica la más
alta expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.
Mientras unos soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue
gestándose la tremenda subversión social que hoy vivimos y que preparó la crisis
de las estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido
extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste
europeo crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes
asoman su cabeza pretendidos profetas a sueldo de un mundo que abomina de
nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al oírse
voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia (aunque en el
fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permiten el
entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía.
Como miembros de la comunidad occidental, no podemos substraernos a un
problema que de no resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio
espiritual acumulado durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don
Quijote y abrirse el sepulcro del Cid Campeador.