Mujeres de España:
Este siglo no pasará a la historia con el nombre de “Siglo de las Guerras Mundiales”
ni acaso con el nombre de “Siglo de la Desintegración Atómica”, sino con otro
mucho más significativo: Siglo del Signismo Victorioso.
La revolución social a que asistimos en esta hora de transición, donde el elemento
obrero reclama justamente se lo considere dentro de la sociedad como una persona
trascendente y eterna, sino también a la mujer, la cual exige todos los derechos
imprescindibles para el desarrollo de sus poderosas virtualidades. Por eso,
representante como soy de un país que es la esperanza, por haber inaugurado como
ningún otro un nuevo orden de vida social, de armonía cristiana y de libertad, no
puedo guardarme en silencio un mensaje que por mi intermedio envía la mujer
argentina a la mujer española, sobre todo a la mujer española, sobre todo a la
mujer que lucha como un héroe inadvertido para el mundo en la brega cotidiana de
la vida.
La mujer argentina se afana, en primer lugar, por la estructura del hogar cristiano,
en vínculo indisoluble, porque, si a la mujer no se le ha dado el señorío de la fuerza
física, se le ha dado el imperio del amor y sabemos las mujeres, sin necesidad de
sutiles raciocinios, que sólo el hogar en el matrimonio indisoluble puede alcanzar
toda su expansión. Sabemos las mujeres que la decadencia en el amor, sin duda
una de las decadencias más grandes que posee el mundo, es resultado inmediato de
la paganización de la familia y de la desarticulación del hogar.
La mayoría de los pensadores opuestos al cristianismo no vacilan en reconocer que
el matrimonio y la familia, tales como los reclama la adusta moral cristiana,
constituyen el único ideal sociológico que puedan formar las aspiraciones más
profanas del amor, y que todas las civilizaciones marcadas por una franca
decadencia se caracterizaron por una honda crisis de vida familiar. La Iglesia nunca
ha prohibido ni ha disuadido a la mujer de que ejerza de médico o de diputado o de
embajadora con tal que no abandone sus deberes esenciales de madre, de hija y de
esposa. Y si la evolución de los tiempos la lleva a participar de la vida cívica e
intervenir en las contiendas electorales, es ella la que está encargada de propender
al triunfo de un orden social y familiar, en el que puedan compartir al lado del
hombre los frutos de la paz y de la justicia. Por eso, mujeres españolas, os pido a
todas a través del éter lo que quisiera decirles a cada una, de corazón a corazón, con
esa efusión y medias palabras con que nos entendemos las mujeres. Si no han
faltado agitadoras que soliviantaran las clases sociales, unas contra otras con sus
flemas incendiarias, ¿por qué han de faltar otras mujeres que de alma a alma se
digan un mensaje de amor y de paz?
Faltaría a mi deber, el deber que impone la Gran Cruz de Isabel, si no secundara la
misión de la gran Reina que, como ninguna mujer de España, se afanó por dar
unidad y libertad a esta tierra, la que luchó no solo contra los invasores de su
pueblo, sino también contra los invasores de su prez.
Por eso, mujeres de España, a cuyo lado he vivido los días más emocionantes de mi
vida, quiero hacer este llamado a vosotras, y decirles lo que dije no hace mucho a
las mujeres de América: trabajamos por la paz, que libra el mundo de las amenazas
de las agresiones, que nos permite cerrar las heridas abiertas por las contiendas
fratricidas. Trabajemos por afianzar la paz y por impedir que una nueva guerra
venga a asolar la humanidad con nuevos estragos y nuevos odios. Trabajemos por
implantar en el mundo los derechos fundamentales debidos a los seres humanos y
por desarmar los espíritus de los odios y prevenciones originados por la diversidad
de las razas, de los idiomas y de las formas sociales de vida.
Se ha dicho que hemos venido a formar un “eje” Buenos Aires- Madrid. Mujeres
españolas, no he venido a formar ejes, sino a tender arcos iris de paz con todos los
pueblos, como corresponde al espíritu de la mujer. Unamos nuestros esfuerzos
para que nadie padezca, para que nadie se vea envuelto por miserias enervantes.
Unamos nuestros corazones para que los humanos, cualesquiera que fuesen su
nacionalidad, su fortuna, su ideario, puedan vivir en armonía, y para que termine
esa división de réprobos y de elegidos, satisfechos y desdeñados, de suerte que el
mundo se trunque en una gran familia bendecida por Dios, en el que no resuene
otro canto que el canto del trabajo y de la paz. Somos nosotras parte de una nueva
fuerza empeñada en sostener la civilización y la cultura a la que pertenecemos. En
la lucha gigantesca en que nos hallamos envueltas, las grandes y las pequeñas, las
afortunadas y las humildes, todas, todas las mujeres podemos estar dispuestas a
cumplir con nuestro deber a fin de que el mundo se vuelva a lo que debe ser: una
gran confraternidad de todos los pueblos, con trabajo y con paz.
Y antes de terminar, permitidme que os dé la impresión que he recogido de
vuestras ciudades y de vuestros campos. He venido por primera vez a España y, sin
embargo, me ha parecido retornar a ella después de una ausencia de mucho
tiempo. Por misteriosas reminiscencias, se despertaron en mí, de un sueño de
inconsciencia, las acciones de mis antepasados, los cuales nacieron y gastaron sus
ojos en la contemplación de estas mismas ciudades y de estos mismos campos de
ensueño. Me siento más argentina que nunca, porque me encuentro en la Madre
Patria. La suprema explosión de amor sólo puede experimentarla la mujer cuando
una de las trepidaciones de su corazón efímero, con ritmo eterno, da de sí otra vida.
Por eso, por eso siento ahora una vida de amor y de felicidad, porque mi sencillo
corazón de mujer argentina se ha puesto a vibrar en consonancia con los acordes
eternos de la España inmortal.