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Carta al General Alfonso Valle

9 de noviembre de 1969

Señor General Don Alfonso Valle Ciudad Trujillo, 9 de Noviembre de 1969
Ciudad de León
República de Nicaragua
Mi querido amigo:
Un remitente anónimo me ha hecho llegar desde Managua un volante firmado por
Usted, titulado “¡Qué vergüenza! “, en el cual encuentro, además de una exposición
terminantemente clara y valiente, la defensa de los principios cristianos acerca de
la hospitalidad, respaldados, en materia de derecho de asilo, por convenciones
internacionales que han comprometido el honor de los gobiernos y de los Pueblos
como garantía de su cumplimiento.
Tengo que agradecerle profundamente, aunque un poco a destiempo, ese vibrante
alegato que mucho lo honra a Usted como hombre, como militar y como
nicaragüense.
Durante mi gestión de gobierno, respeté el derecho de asilo contra todas las
presiones internas y externas, habiendo llegado éstas a ser verdaderamente
extorsivas. Como Jefe de Estado brindé la hospitalidad argentina sin restricciones
de ninguna naturaleza. Para otorgarla, en dramáticas circunstancias de persecución
política; tampoco hubo limitaciones para los perseguidos, cualquiera fuese su
condición, salvo los que impone el mismo derecho que nosotros mantuvimos
siempre en vigilancia. Puedo asegurarle, estimado General, que, colocado yo en la
desventurada situación de los proscriptos, no encontré reciprocidad con excepción
de casos aislados que Usted conoce. Ello me ha demostrado que la tan cacareada
democracia es una ficción en los hechos provocados por los infames heraldos que
más la proclaman, para poder servirse de ella más ventajosamente, en vez de
servirla con honradez y dignidad.
En cuanto a mi “tiranía”, no hay un solo caso de procedimiento inconstitucional o
en pugna con las leyes en mis diez años de Gobierno, surgido éste de las elecciones
más limpias de que haya memoria en la Argentina. Sobre la “persecución” religiosa
de que mi Gobierno habría hecho al clero, está toda mi obra que la desmiente:
enseñanza obligatoria religiosa en escuelas y colegios, que ningún gobierno se
había atrevido a otorgar a la Iglesia; asesor eclesiástico adscripto a la Presidencia
de la Nación; construcción de numerosos templos; pago total de los gastos a los
colegios religiosos incorporados a la enseñanza oficial; ceremonias oficiales
presididas por mí, para exaltar la fe en Cristo. En fin, tendría tema, en este asunto,
para escribirle muy largo.
Los causantes directos de estos males fueron los monseñores Tato y Novoa, que
fueron expulsados del país, y no encarcelados, por conspirar contra el Gobierno y la
Patria, unidos a las fuerzas que hoy han llevado al Pueblo a la miseria y al país a la
ignominia de la esclavitud política y económica.
¿Cómo siendo nuestro Gobierno tan favorable a la Iglesia fue objeto de la rebelión
de un sector del clero? Un poco por ignorancia, otro poco por ingenuidad y el resto
por las bajas pasiones, extremos que fueron hábilmente aprovechados por las
clases conservadoras que no se resignaban a ceder parte de sus privilegios en
beneficio del Pueblo, y por los partidos de extrema izquierda, a los cuales el
peronismo les había quitado su clientela de votos.
Hoy, un obispo, el Jefe de la Iglesia en La Plata, monseñor Antonio Plaza, acaba de
afirmar rotundamente que no fue el peronismo el que quemó las cuatro iglesias,
depredación con la que se nos quiso enlodar inicuamente. La misma Iglesia se
decide, al parecer, a hacernos justicia.
En cuanto a la “ferocidad” de mi Gobierno la verdad es ésta: el Teniente coronel
Ducó quiso abatirnos con una revolución; a continuación el General Rawson, y
enseguida otros jefes, en Córdoba, intentaron otro golpe. El Coronel Suárez repitió
la chirinada, y fue seguido después por el General Menéndez con otro golpe. El 16
de junio los marinos bombardearon la ciudad de Buenos Aires sin previo aviso,
ocasionando centenares de muertos y, finalmente el 16 de setiembre del mismo año
de 1955, se produjo la revolución de Lonardi. En nueve años se nos hicieron siete
revoluciones. Pudiendo hacerlo, bajo el imperio de la ley marcial, no fusilé a nadie.
En 10 años de Gobierno no hay un solo muerto que pueda pesar sobre mi
conciencia o sobre el espíritu cristiano de mi gobierno.
En cambio, los mismos que por mí fueron perdonados, fusilaron 150 personas el 9
de junio de 1956, de las cuales sólo 45 figuran en el parte oficial del bárbaro
gobierno de Rojas y Aramburu. El resto fue fusilado en las canchas de fútbol y en
los basurales, en donde eran sacrificados con descargas de ametralladoras a medida
que los bajaban de los camiones. He aquí los demócratas de los cuales se cuentan
tantas alabanzas.
Que nosotros tuvimos razón en tratar de impedir la actividad de los conspiradores,
lo proclama con elocuencia la actual realidad argentina, expresada en una
catástrofe moral y física como jamás la ha padecido la República.
Esta somera mención de hechos bien conocidos en la Argentina, no tiene otro
objeto que el de llevarle a Usted en una apurada síntesis, la seguridad de que en su
noble volante ha defendido la verdad y la justicia, aunque, con buen criterio, se
abstuvo de caer en los análisis de carácter político.
Mi reparación y mi premio ya están concedidos por el pueblo argentino, oponiendo
a los que usurparon el Poder una masa justicialista más numerosa que nunca, más
leal y disciplinada de lo que nuestros enemigos podían esperar.
Dos caminos tiene un Jefe de Estado: ser complaciente con los explotadores del
Pueblo uniéndose a ellos, o servir al Pueblo contra sus explotadores. El primero
está sembrado de rosas, de aplausos nacionales e internacionales y de títulos que se
otorgan en nombre de la Libertad y de la Democracia. Pero contiene el sordo
repudio de’ las masas oprimidas. El segundo camino concede el amor del Pueblo y
el odio de sus enemigos. Es difícil de transitar, a veces se torna trágico, y los
padecimientos de todo orden son el oxígeno vital que espera al Jefe de-Estado que
se atreve a recorrerlo. Yo elegí este camino.
Mi querido amigo, me congratulo de haber tenido conocimiento de su hidalguía,
por la que le hago llegar mi gratitud en un gran abrazo.
Juan Perón

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