Mi querido General: París, 30 de septiembre de 1962
A punto de regresar a Cuba, deseo sintetizarle por escrito mis puntos de vista sobre
la situación y futuro del Movimiento. Como siempre, me limitaré a los temas
medulares, saltando por encima del nivel asfixiante de charlatanerías e injurias
estériles en que se debaten nuestros dirigentes “de fachada”. No ignoro que soy
destinatario frecuente y predilecto de esas campañas calumniosas, pero ni distraigo
mis energías en ocuparme de ellas ni permito que influyan en la objetividad de mis
análisis.
Mis críticas a las direcciones políticas que padece el Movimiento reflejan
discrepancias de fondo, tanto de enfoque de la realidad como de procedimientos:
en modo alguno constituyen ataques a personas determinadas. Al fin y al cabo, en
los últimos cuatro años hemos visto un desfile bastante nutrido de efímeros
“conductores”, que emergen y luego se esfuman en su propia insignificancia,
mientras los que continúan invariados son los métodos y planteos que merecen mi
impugnación.
Estas aclaraciones previas ya están anticipando que atribuyo un papel negativo a la
conducción peronista que funciona en la Argentina. Y bien: para opinar que
estamos en el mejor de los mundos, están los cortesanos; y los miopes de nuestra
burocracia podrán explicarlo como son de astutos y que cerca estamos de
reimplantar el justicialismo. Mi función es otra. Como amigo y como dirigente
revolucionario no puedo hacer concesiones en mengua de la sinceridad más
completa. Y en ese doble carácter, sin rastros de pesimismo ni propósitos de crítica
sistemática, estoy obligado a expresarle mi opinión de que el Movimiento carece de
una dirección en el país capaz de traducir las condiciones existentes en un triunfo
popular. Creo que me será fácil demostrárselo.
Oposición no es lucha revolucionaria. Las condiciones objetivas en que se
desarrolla nuestra lucha están constituidas por la catastrófica situación económicosocial, por la descomposición de las Fuerzas Armadas, por las divisiones en la clase
gobernante, por el fracaso del institucionalismo burgués y sus repercusiones en los
partidos tradicionales, por la existencia del Peronismo. Las condiciones subjetivas
están dadas por el convencimiento popular de que no hay salidas institucionales ni
soluciones dentro de las estructuras capitalistas. No… (…)
Esta afirmación, con ser tan terminante, no tiene nada de exagerado; después de
tantos años de actuación, con la mira puesta siempre en la suerte del Movimiento,
ofrezco garantías suficientes de que no improviso ni me baso en aspectos parciales
del problema. El peronismo sufre doblemente esa incompetencia de las
direcciones: por una parte, al quedar privado de engranajes indispensables; y por
otra, en cuantos esos “dirigentes” aprovechan del prestigio del Movimiento y su
actuación tiene un tinte de autoridad que la carga de peligrosidad.
Lo que hacen, aunque muchos de ellos no se den cuenta, nos alejan de los objetivos
finales en lugar de acercarnos a ellos. Pero aún cuando fuesen más circunspectos y
prudentes, bastaría con la ineficacia para servir a los fines propuestos para que el
daño sea tremendo. La política, como la Naturaleza, “tiene horror al vacío”; donde
hay un déficit de dirección surgen otras direcciones. Las camarillas gobernantes de
línea blanda (tipo Frigerio, militares naseristas, etc.) influyen, siquiera sea
parcialmente; los partidos de izquierda, sin perspectivas serias ante un Peronismo
bien organizado, ven crecer sus esperanzas y tratan de gravitar sobre sectores
peronistas afines; y, dentro de nuestras filas, se multiplican las tendencias, las
direcciones parciales y generalmente inorgánicas, las facciones que buscan retazos
de autoridad aunque no ofrezcan ni mejores calidades ni ideas más claras que los
dirigentes “oficiales”. Al lado de la lucha interna — inevitable en un Movimiento
como el nuestro— entre concepciones diferentes en materia ideológica y
estratégica, se desarrolla otra, que persigue nada más que la “manija” o parte de
ella, lucha que, desprovista de todo contenido que no sea la ambición, participa de
los mismos procedimientos que practica la dirección “oficial”: el chisme, la
habladuría, la mentira, la “pomada” secreta que les llega inalámbricamente (según
ellos) desde Madrid, etc.
Esas cosas ocurren en todos los movimientos y en todas partes, ya que son propias
de la naturaleza humana. Pero cuando la dirección no sirve, encuentran el
ambiente propicio para crecer y exagerarse. No es lo mismo hacer politiquería en
contra de una conducción orgánica y con ideas claras que contra un conglomerado
invertebrado de confusos y mientras los especímenes de aventurerismo y
oportunismo que pululan en la política huyen de una dirección donde no hallarán
eco, encuentran amparo en direcciones que necesitan sumar el mayor número de
complicidades o complacencias, sin discriminar de dónde vienen y con qué
propósitos.
Una dirección como esa es la que soportamos en el país. Individualmente
considerados, sus integrantes son de diferentes condiciones intelectuales y
prácticas: pero como direcciones políticas, en conjunto responden a las
características de los elementos sin envergadura; el estilo no lo dan los mejores
sino los mediocres e indecisos.
Dejemos de lado algunos casos de venalidad más o menos conocidos o
sospechados: son los menos peligrosos y, como no soy un iracundo fulminante,
estoy seguro que serán también los menos numerosos. No estamos haciendo el
Juicio Final sobre las almas de esos dirigentes y admito, en principio, que fuesen
todas blanquísimas. Pero si tenemos obligación de-juzgar algo que, en política, es el
peor de los pecados “no hay mayor inmoralidad que aceptar una función para la
que no se está capacitado”. Y esos dirigentes —muy dueños de creer en el
reformismo, en la conciliación, en que el Ejército es sacrosanto y en que el
imperialismo nos ayudará si somos anticomunistas suficientemente fervorosos—
no tienen derecho a usurpar la representación de un jefe y una masa que tiene la
revolución como misión irrenunciable y como idea central. Si ellos creen que eso es
Peronismo y eso es revolución, la ignorancia no es atenuante porque lo que interesa
es su comportamiento objetivo: no son sus almilas bendecidas por el Cardenal las
afectadas sino millones de hombres y mujeres que no están conformes con
permanecer en el limbo político.
La oligarquía creyó, en 1955, que volteando al gobierno había terminado con el
Peronismo, error típico de una clase que no tiene otro horizonte que su propio
egoísmo; La vigencia del Peronismo fue y es la prueba permanente de que en el país
y en el mundo se están produciendo procesos profundos que ellos no comprenden
ni encauzan. Sólo pueden demorar la llegada de su Némesis utilizando la fuerza, ya
sea como pura violencia (gorilismo) o combinándola con maniobras para que el
pueblo no encuentre fácilmente el camino de la victoria. En inferioridad frente a su
fuerza material, la ventaja del Peronismo está en que no resiste al curso de la
Historia sino que forma parte de él, que no es un rezago del pasado sino una
hipótesis del porvenir. Y la manera de sacar todo el provecho de esa ventaja es,
frente a una oligarquía que se defiende con uñas y dientes en medio de sombras y
procesos que desconoce, en compenetrarnos, en conocer, en integrarnos cada vez
más en la dinámica de la Historia, de la cual formamos parte y sobre la cual
influimos.
¿Utilizamos en todas sus posibilidades esa ventaja? No, y por una razón bien
concreta: porque la conducción peronista en la Argentina se mueve también en la
superficie de las cosas, opera con los mismos valores, tiene la misma visión parcial
de los adversarios. Este paralelismo ha sido constante y no implica (aunque hay
casos en que sí) complicidad voluntaria ni mucho menos. La oligarquía quiere
quedarse y los dirigentes adocenados quieren que se vaya. Son opositores sinceros,
pero no son revolucionarios. Y el problema es que para que se vaya la oligarquía y
gobierne el peronismo, no basta la oposición sino que se requiere la revolución.
Nuestro burócrata considera que el gobierno Rojas-Aramburu, o Frondizi, o Guido,
es calamitoso y que, en cambio, el gobierno peronista fue bueno y si volviésemos al
poder pondríamos fin a la tragedia nacional. ¡Bravo! Pero esto es una diferencia de
opiniones, un “disenso criteriológico” meramente académico mientras los
representantes de la reacción consigan que sus opositores se rijan por las reglas que
ellos fijan y la supremacía se dirima en el campo que ellos elijen. Y nuestra
burocracia (llamo así, en términos generales a los dirigentes no revolucionarios)
pasa de la euforia que le despiertan los episodios donde aparece una salida
electoral, al negativismo y la histeria cuando esa salida se cierra; entonces repiten
la vieja verdad de que no tenemos otra perspectiva que la fuerza. Lo cual no lo
convierte, por cierto, en un revolucionario, por dos razones elementales: 1°) que
por abrumadora mayoría proclaman la necesidad de la violencia pero no tienen ni
predisposición ni capacidad para ejercerla; 2°) que las hipótesis de violencia que se
plantean —o sea el golpe militar— no es ya en América Latina una forma
revolucionaria de violencia.
¿A qué se parece un burócrata? Entre un gorila y un obrero peronista no hay rasgos
comunes; pero a medida que salimos de estos ejemplares típicos y recorremos la
gama social e ideológica, notamos que en los politiqueros peronistas y los sectores
“esclarecidos” o “comprensivos” del régimen hay más puntos de coincidencia que
de discrepancia. Las diferencias son de definición —uno se declara peronista el otro
radical o, si es militar, legalista o apolítico, etc.— pero tienen la misma visión del
mundo, similares ideas generales sobre las Fuerzas Armadas, los curas, la
conciliación de clases, la justicia de pagar buenos salarios pero de que los obreros
deben “conservar su lugar”, la necesidad de “entablar el diálogo” entre argentinos,
etc., etc.
Es posible que nuestro dirigente repita que a la oligarquía le quitaremos el poder
económico, que como es una afirmación de Perón viste mucho de ortodoxia y es
frase de seguro impacto en la masa. Y, en reuniones no públicas con los grasas,
enuncia planes para destruir a las Fuerzas Armadas o para cambiarlas
radicalmente. Siempre continúa mariposeando por sobre las apariencias, aun
cuando crea en lo que dice. Porque la oligarquía es para él una cosa demasiado
nebulosa, una abstracción; o, por el contrario, la simplifica demasiado, limitándola
a dos o tres oligarcas reconocidamente canallas. De la misma manera que cuando
habla de las FF.AA. está pensando en vengarse del Teniente tal o el General cual, en
los cuales centra su encono. Como en última instancia no están contra el sistema en
sí sino contra “sus excesos”, distinguen entre oligarcas (malos) y ricos de buena
entraña captables para el Peronismo.
Si de estos dirigentes burócratas dependiese, la oligarquía y las Fuerzas Armadas
podrían dormir tranquilas, seguras de que ni sus posesiones ni sus privilegios
corren peligro. Independientemente del grado de seriedad que tengan esos
propósitos destructivos, los burócratas están confinados al mismo ámbito mental
que nuestros enemigos. Si coinciden en la conciliación de clases, en que el
imperialismo no es necesariamente nocivo y un buen gobierno puede valerse de él,
en el rol de los militares en América de hoy, en que por sobre todo hay que
defender los valores “Occidentales y Cristianos”, etc., etc., ¿qué es lo que los
separa? Solamente lo formal, lo transitorio, los malentendidos.
Eliminada la lucha de clases, el verdadero papel que juega el gobernante, matices y
diferencias: lo simplifica hasta ver como idénticos a un militar gorila y a un militar
“profesional”, entre un imperialismo en el continente y el país, en eraízamiento de
los factores de poder en las estructuras de explotación (Iglesia, Fuerzas Armadas,
gremialismo amarillo, políticos seudo-progresistas), la política se transforma en un
asunto de “buenos y malos”, donde los factores determinantes son exclusivamente
individuales: las FF.AA. oprimen porque hay un grupo de jefes caprichosos y
antipopulares, hay que convencer a dos o tres obispos y tendremos a la Iglesia con
nosotros, Truman era enemigo de Argentina pero Kennedy puede ser amigo… Más
o menos lo que repiten a diario los dirigentes de todos los partidos clásicos: el país
anda mal porque hay “crisis moral”, porque hay militares que odian al peronismo
porque sí y peronistas que odian a los militares, porque pesan más los extremistas y
exaltados de uno y otro bando que los hombres prudentes y atinados (como ellos).
El método de razonamiento, las premisas de que parten, tienen la misma
raigambre, y así falsean toda la realidad nacional. El gorilismo no es, para
semejantes dirigentes, la expresión terrorista de la conjunción oligárquicoimperialista sino la conjunción de una serie de odios individuales;
correlativamente, los revolucionarios aparecemos como gorilas a la inversa,
determinados por pasiones o falsas ideas y, en definitiva, constituimos escollos
para los fáciles tránsitos hacia el equilibrio feliz de los babiecas.
De esa coincidencia en tantos temas de fondo no hay más que un paso a la
conciliación y el arreglo. El revolucionario distingue, entre la clase torturador y un
oficial que conserva los sentimientos humanos, entre el alto clero político y muchos
curas que quieren a los pobres. Pero de lo que se cuida bien es de formar sus juicios
en base a casos individuales, desconociendo que tales contradicciones internas no
llegan más que a ciertos límites, más allá de los cuales están unidos en la defensa
común del régimen imperial-capitalista. El burócrata, como no tiene noción de la
entraña de los movimientos de la historia, no tiene bien ubicados ni a todos sus
enemigos ni a todos sus amigos potenciales.
Y hay algo que es el nudo de esta traba puesta a nuestras posibilidades
revolucionarias: no importaría si este desconocimiento no afectase la acción
inmediata del Movimiento, es decir, si solamente fuesen imprecisos en cuanto a los
objetivos finales que perseguimos. Pero, desgraciadamente, los convierte en un
factor de confusionismo en nuestra propia masa, hacia la cual dirige mensaje y
directivas bien claras que luego se esfuman y desdibujan en un cúmulo de
actitudes, declaraciones y posturas de sus “representantes”. Y, además de todos los
perjuicios de diverso orden que causan, no cumplen ni pueden cumplir las
funciones que se esperan de ellos. Porque en sus raptos de mayor audacia
revolucionaria declaran el aniquilamiento futuro de la oligarquía, la popularización
de las Fuerzas Armadas, etc., etc., pero a partir de la toma del gobierno por el
Peronismo. Aspiración sobre la cual no pueden entrar en detalles porque entonces
los acosaría una multitud de incógnitas insolubles, como por ejemplo, la de cómo
van a despojar a una clase dirigente de su poder económico sin antes quitarle el
poder político. Esa primera interrogación no es insalvable; dirán que el paso
previo, es efectivamente, tomar el gobierno. Pero ¿cómo piensan tomar el
gobierno? Porque todas las vías que proponen o practican requieren el acuerdo —
cuando no la coparticipación— de las fuerzas que defienden a la oligarquía.
A menos que a la clase gobernante se le haya despertado una irrefrenable vocación
suicida, es difícil que nos ayude o que nos permita tomar el poder para que desde él
la destrocemos. Tanto la coyuntura electoral como el golpe son impensables como
acción propia y exclusiva del Peronismo; y el programa del Peronismo es
incumplible sin el manejo de todos los resortes del poder. El dilema es claro: o la
oligarquía nos presta colaboración para que la hagamos pedazos, o nosotros
participamos del poder en una proporción lo suficientemente menguada como para
que nuestro programa quede como simple formulación fantasmal.
He ahí el tema central de mis preocupaciones: POR FORMACIÓN MENTAL, POR
HÁBITOS DE VIDA, POR EL REPERTORIO DE SUS IDEAS Y MÉTODOS LAS
DIRECCIONES BUROCRÁTICAS PERONISTAS NO PUEDEN PLANTEAR
SERIAMENTE NI EJECUTAR —NI SIQUIERA EN SUS ASPECTOS TÁCTICOS—
UNA POLÍTICA CAPAZ DE LLEVARNOS AL PODER. (…)
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