Al Exmo. Señor Presidente de la Nación Buenos Aires, 31 de julio de 1954
General de Ejército don Juan Perón
Querido Jefe:
Reflexionando estos días acerca de nuestras últimas conversaciones, y en la pausa
espiritual que mueve a pensar y ordenar recuerdos, he podido balancear estos
densos años transcurridos a su lado que dieron un nuevo sentido a mi existencia
cuando me brindó la oportunidad de trabajar por la Patria y por Ud. en todo cuanto
permitieran mi voluntad, mis energías y reflexiva convicción. De ese variado existir
solo me propongo participarle, en dos párrafos, algo en que, estoy seguro,
coincidirá conmigo por lo cual no puede resistir a la tentación de consignarlo
previo al objeto preciso de esta carta. Mientras organizaba primero la Secretaría de
Salud Pública y planeaba después el futuro Ministerio hasta concretarlo en obras y
funciones, no chocaba nadie ni recibía tiros desde ningún ángulo. Pero cuando
estuvo todo armado y la máquina comenzó a funcionar y crecer con sus resortes y
engranajes concluyó para mí la paz y la tranquilidad. Ni siquiera faltaron
francotiradores que afinaran conmigo la puntería. Permítame, General, esta
franqueza y permita también que reconozca que era Ud. mismo, en definitiva, el
que sufría con esos disgustos que yo, sin querer, le ocasionaba.
Pero Ud. me protegió siempre y absorbió por mí los inconvenientes fundados o no,
porque Ud. sabía que yo era un hombre modesto, humilde y sencillo, que no
abrigaba otra preocupación que trabajar para Ud. que es la manera de servir al
país, y consagrarme al cultivo de una disciplina estatal que colmaba mi vocación.
Ahora, luego de tantos años de lucha agotadora volvería renovado, de acuerdo a su
ofrecimiento al plano de nuestra primera época para continuar en tareas tan de mi
inquietud en un lugar más modesto y menos espectacular, menos visible, que no
ocasionará rozamientos o despertará resistencias, donde pudiera cumplir
plenamente y con tranquilidad con mi vocación más intensa: la pura especulación
científica, porque es allí donde rendiré todo lo que soy capaz. La ciencia es mi
mataría. En ella me manejo bien, y en ese ambiente de la pura abstracción me
colocaría de manera de no chocar ni molestar ni quitar nada a nadie.
Un pequeño rincón es todo lo que necesito para ese trabajo. El material está afuera,
disperso en el país y de primerísimo orden: nuestros hombres de ciencia, nuestros
estudiosos en todas las ramas del saber, muchos de ellos figuras de renombre
universal.
Habrá que reunir esos hombres en Academias hoy inexistentes y hacerlos trabajar,
con convicción, en bien del Estado. Hay que proceder como Napoleón que salido de
la revolución sans-culotte, lo primero que hizo -cuando fue consagrado
emperador— fue reabrir las academias científicas que fueran en todo tiempo el
gran prestigio de la vieja Francia. ¿Acaso no solía repetir Napoleón que su mayor
gloria no consistía en haber ganado cien batallas sino en haber entregado a su país
el Código Civil?
Vivimos el siglo de lo político y lo económico, como el siglo pasado lo fue de la
electricidad o del “progreso”. Los hombres de ciencia no son, por lo general,
políticos; pero es difícil, pese a esta circunstancia eludir que lo político colorea aún
a los hombres dedicados a las más abstractas tareas. Lástima que si alguna
ideología alcanzó a penetrar en una que otra “torre de marfil” ha sido la marxista,
por su pretensión cientificista y su fundamentación en la filosofía de Hegel que
vehiculizó esa “enfermedad del siglo” merced precisamente a su falso rigorismo
intelectual. Es urgente persuadir a esos hombres de ciencia nuestros del sentido de
la doctrina nacional aunque debemos usar para ello métodos distintos de los
empleados en la conducción de masas. De eso me podría encargar yo mismo que he
pasado mi vida entre ellos y conozco sus modalidades y vanidades. Hay que hacer
de manera tal que, como el personaje de Moliere, un día descubran que hablen en
prosa sin saberlo…
Vivimos un momento catastrófico de la civilización occidental y estamos forjando
con dolor un mundo nuevo. El Renacimiento liquidó la Edad Media y nosotros
estamos liquidando el Renacimiento. Los hombres andan desperdigados y sin
rumbo; sólo conductores como Ud. pueden señalar el camino. Usted lo sabe bien
porque eso es lo que está haciendo, para ejemplo del mundo, en nuestra patria.
Pero no creamos que esa atención hacia la masa (antes hay que salvar el material
humano) supone desmedro de la “élite” que forzosamente se destaca siempre del
conglomerado. Usted mismo es un hombre de “élite”; de no ser así no hubiera
alcanzado a comprender, como nadie, el momento histórico que nos ha tocado
vivir. Usted conoce obreros de blusa que también son de “élite”, como hay “masas”
entre los elegantes y snobs oligarcas que transcurren su vida dentro de un
refinamiento que ni siquiera son capaces de apreciar ni comprender porque debajo
de su piel sólo se descubre la mentalidad del hombre de las cavernas.
Reflexione Ud. por un momento que si hoy fallecieran simultáneamente los
cuarenta o cincuenta físicos que continuaron los trabajos de Planck, Einstein y
Ferni, el mundo civilizado perderá en un segundo los secretos de la física nuclear.
¿Cómo dudar entonces de la existencia de “élites” aún en épocas como la nuestra en
que la técnica enseña a hombres comunes a manejar, a través de complejos
aparatos, fuerzas que no llegan a comprender?
¿Y qué decir de la economía y las finanzas que hoy ya no pueden manejar los
brillantes abogados de la época liberal, los “literatos” de la economía clásica, sino
oscuros hombres de ciencia dedicados al análisis de lo social y de la alta
matemática? ¿Y cómo olvidar el ordenamiento sistemático, social y jurídico, que
espera todavía la Argentina para concretar la norma del nuevo vivir que es el
justicialismo, tarea que Ud. recién ha comenzado?
No crea Ud. que estoy divagando sino que, todo lo contrario, marcho hacia lo
práctico que es, precisamente, el objeto de mi conversación de hoy con Ud. El
radar, la V2, la bomba atómica, la penicilina, fueron posibles gracias a organismos
estatales como el que propicio. Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, tenían
durante la guerra pasada el necesario contralor sobre la investigación científica,
como para que se concretaran esos verdaderos milagros de la mente humana. Yo
estuve en Holanda y en Alemania, los cinco años anteriores a la última guerra y me
di cuenta, antes de volver a la Argentina, que se estaba preparando la guerra de los
“laboratorios” donde yo trabajaba sobre fatiga y sobre drogas contra la fatiga, que
luego utilizaron las fuerzas blindadas para hacer marchas de cinco y seis días sin
dar descanso a la tropa. Esos organismos estatales continúan hoy su silenciosa
tarea, trabajando en íntima comunión con lo más puro de la intelectualidad de cada
país y del mundo entero. Ud. mismo lo dijo en cierto momento:
“El Estado debe amoldarse a los grandes progresos, tanto de la ciencia, cuanto de la
moral, porque ya no se vive el Estado Omnipotencia, sino el Estado Justicia, el
Estado Cultura, el Estado Derecho.”
Deseo recibir sus indicaciones para elaborar el proyecto creando un organismo de
estudios y coordinación científica en el Poder Ejecutivo. Sólo Ud. conoce cuáles son
las directivas para cumplir un objetivo tan específico. Por mi parte he proyectado
dos líneas al respecto, que remito adjunto, porque no puedo con mi temperamento:
sugerir siempre una solución aclarando que éste sólo tiene un carácter y título
provisorio. El nombre del organismo es lo de menos: lo que vale es el contenido y lo
que se haga realmente. Como Ud. imaginará dispongo de una gran bibliografía
sobre la materia.
También le incluyo mi última colaboración, esta vez sobre el problema de los
precios. Y digo última porque ahora, fuera ya del mecanismo del gobierno, sólo con
su beneplácito me consideraré autorizado a hacerle llegar mis inquietudes, como he
hecho en estos últimos tiempos preocupado del modo imprevisto en que se nos
venían los problemas encima y temía que fuéramos sorprendidos.
Escribirle a Ud. me he dejado el saldo del goce exquisito de haber vivido una íntima
comunión de ideales tal como lo dice en la dedicatoria de su fotografía. A través de
mi correspondencia en la que puse fervor peronista y lealtad hacia mi Jefe político
y espiritual no vea ningún interés, sino el noble propósito de serle útil a Ud. y a la
nación en la medida de mis conocimientos con grandeza de alma y sin personalizar,
ni atribuir aviesas intenciones a los hombres.
Con todo afecto y alta consideración de su amigo.