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Acerca de los deberes y obligaciones de los funcionarios

2 de julio de 1952

Señores:
Yo les he pedido a los señores ministros que tuvieran la amabilidad de invitar a los
altos funcionarios del Estado para tener la inmensa satisfacción de poder
estrecharles personalmente la mano y conversar con ellos, aunque sea breves
instantes, sobre nuestras preocupaciones comunes de gobierno, en la iniciación de
este segundo período.
Dentro de nuestra acción hay dos tareas que desarrollamos paralelamente: desde el
gobierno, la concepción de los problemas; y en los ministerios, la realización y
ejecución de esas soluciones. Por esa razón, señores, es importante que los que
concebimos y los que ejecutan sintonicemos perfectamente bien la tarea común. En
esta forma, a una concepción que puede ser más o menos buena se la completa y se
la realiza con una ejecución inteligente.
El gobierno concibe centralizadamente y la organización estatal ejecuta
descentralizadamente. La tarea de gobernar es fundamentalmente, la solución de
los grandes problemas que el país tiene y que deben ser encarados y resueltos por el
organismo estatal. Y ese organismo estatal, para mí, está formado en sus dos
escalas fundamentales, por el gobierno, y por la organización del Estado. El
gobierno concibe centralizadamente, y la organización Estatal lo realiza
descentralizadamente. Esta es una tarea de orden orgánico muy fácil de concebir y
un poco difícil de organizar si no se la estudia y organiza funcionalmente.
Por esta razón he querido, antes de iniciar esta tarea que para nosotros comenzará
el 1º de enero de 1953 con el segundo plan quinquenal de gobierno, dedicar estos
seis meses mientras realizamos el remanente del primer plan, cumpliendo la acción
iniciada en 1947, para ir preparando el instrumento necesario con una profunda
inteligencia para obtener una mejor realización, menos improvisada, que en el
primer plan quinquenal y más racional.
El segundo plan quinquenal debe encarar y resolver todas esas realizaciones sin
crear problemas ad latere a esa organización, como nos ocurrió en el primer plan
quinquenal.
Por esa razón, he pedido a los señores ministros que tuvieran la amabilidad de
invitar a los altos funcionarios del Estado y solamente a esos altos funcionarios del
Estado como sus colaboradores directos, en la concepción y realización de las
soluciones que surgen de los problemas mencionados.
Señores: para presentar el panorama me voy a permitir hacer un poco de historia
retrospectiva.
En 1946, cuando nos hicimos cargo del gobierno, el panorama que se me presentó a
mí, un hombre acostumbrado a realizar trabajos orgánicos fue pavoroso.
Llegaba de golpe a un gobierno sin ninguna planificación y sin ninguna
organización. Como digo, yo era un hombre racionalmente acostumbrado a encarar
la solución mediante estudios previos, estudios bases, planes, etc., y se me presentó
el terrible dilema de planificar por realizar.
Si hubiera planificado todavía estaría pensando que deberá hacerse en el primer
plan quinquenal, aún después de haber terminado el primer gobierno. Realizar sin
planificar siempre resulta una tarea un poco irracional y hasta a veces anacrónica.
De manera de que debemos encarar ese problema y resolver durante la marcha la
organización, hacer la planificación y realizarla; tres tareas que difícilmente puedan
combinarse, máxime cuando se tiene una falta total de organización. Por eso quiero
presentarles el problema a los funcionarios.
En cuanto a organización, no puede nadie negar que nuestro pueblo estaba
totalmente desorganizado. Las fuerzas naturales de la organización que todo
pueblo debe obedecer a las actividades fundamentales, no se habían realizado en
nuestro pueblo, sino alrededor de círculos o intereses que no es lo racional para la
organización de una Nación y menos de un Pueblo.
El Estado estaba total y absolutamente desorganizado como consecuencia de haber
mantenido una vieja organización que pudo haber respondido hace cien años pero
que ahora ya no respondía a las necesidades del momento y menos en una época
inminentemente técnica en la organización, en la administración, y en el gobierno.
Un gobierno total y absolutamente desorganizado había en esta casa. Y muchos de
ustedes, que son viejos funcionarios lo saben: un presidente, un jefe de despacho
que ponía el sello a los decretos, un secretario privado que contestaba las cartas a
los amigos, unos edecanes, una Casa Militar para recibir a los amigos y un
secretario político que repartían los puestos públicos.
Frente a ese problema se presentó, como previo a todo, organizar el gobierno;
después organizar el Estado. Organizar el gobierno creando los elementos básicos,
vale decir un ministerio técnico de gobierno, porque hoy no se concibe el Estado sin
una organización científica para gobernar. Han pasado muchos años desde que se
gobernaba un país como patrón de estancia. La República Argentina ya no puede
ser gobernada así. Hay demasiadas cosas que atender y demasiado importantes,
para que nosotros podamos gobernar discrecionalmente. Este es un país que ya no
se puede gobernar discrecionalmente: hay que gobernarlo organizadamente, si se
lo quiere gobernar. No hablemos de los ministerios que numerosísimos asuntos de
diversa índole, muchos antagónicos, que debían resolverse dentro del
diligenciamiento administrativo y de gobierno permanente.
Lo único que yo entiendo que no se puede gobernar es lo inorgánico. Nadie puede
gobernar lo inorgánico. Es necesario, antes de gobernar, de dirigir o de mandar,
tener algo orgánico para hacer. En otras palabras, señores, tuve la sensación, al
llegar al gobierno de que yo podría hacer cualquier cosa, menos gobernar y dirigir,
si no me ponía a trabajar de inmediato en la organización.
La organización, según la entiendo yo, tiene dos fases distintas. Hay una
organización que es de carácter estructural, y otra que es de carácter funcional. Es
muy fácil tomar un gran papel, sentarse en un escritorio con todos los datos y hacer
una cantidad de cuadros con sus nombres adentro; eso puede ser una organización
ideal.
Pero no es una organización estructurada hasta tanto no se transporte a la
organización del Estado, del gobierno y del pueblo, donde tampoco habrá
organización mientras se trate solamente de una estructura orgánica: es necesario
que ande eso.
Muchas veces, cuando me presentan un proyecto de organización, yo lo veo y digo:
muy bonito. Me recuerda cuando me enseñaban fisiología en el colegio, cuando
presentaban el cuerpo humano y veíamos las tripas y todos los órganos pero eso no
era un hombre. No andaba. Era muy lindo para verlo pero no funcionaba. La
organización que me interesa es el hombre caminando, comiendo y haciendo su
trabajo. Lo mismo pasa con la organización institucional. No es bastante ese lindo
cuadro. No. Es mejor que no sea tan lindo y que ande, que ande en la realidad, con
sus enfermedades, con sus pasiones y con todos los defectos y virtudes que los
hombres llevan a la organización.
Fue así, señores, que comenzamos por organizar el gobierno, creando un
instrumento de planificación, uno de racionalización, uno de estadística. Es decir,
señores, lo necesario para saber qué tenemos, cómo lo tenemos y después, cómo
debemos actuar para realizar un trabajo. Todo eso se realizó en el gobierno.
Después, esa organización pasó por la Ley de Ministerios al Estado, y este comenzó
a organizarse de la misma manera en cada institución, en cada departamento,
como se había organizado el gobierno con sus organismos, etc.
Han pasado seis años y hoy tenemos una organización estructural buena. No la
creo muy buena ni la creo excelente, pero yo me conformo con que esa
organización sea buena, porque a menudo lo mejor es enemigo de lo bueno.
Tengamos lo bueno.
También creo que también es estructuralmente buena; no lo es todavía,
funcionalmente, sino regular. Vale decir, señores, en otras palabras, que hemos
organizado estática y estructuralmente bien la administración pública y los órganos
de gobierno, resolviendo así el problema cuantitativo de la organización, ahora es
menester encarar el cualitativo.
Esa organización estructural puede ser muy buena, pero cuando se le pone el
hombre, cambia, haciéndose mejor o dejando de ser buena, porque el hombre trae
sus pasiones, sus virtudes y sus defectos a esa organización.
En la organización pasa como en todos los demás problemas. No hay problema que
no tenga solución. No se puede decir de los hombres. No todos los hombres tienen
solución. Esa intervención del gobierno en la organización es la que perfecciona o
anula las bondades de la organización estructural, que es la cuantitativa. Ahora es
menester encarar la funcional, que es la cualitativa.
Por eso los he reunido este día para hablar no ya de la organización estructural, que
está hecha, sino encarecerles que nos ayudemos todos nosotros para encarar la
tarea cualitativa de ir perfeccionando la administración y perfeccionando al
hombre, porque eso ya no depende de la organización, sino que depende del
hombre, depende del funcionario, del empleado, y aún del obrero que trabaja
dentro de la administración.
El Segundo Plan Quinquenal habrá cumplido en este orden de ideas en lo orgánico,
si nos permite afirmar en 1958 que, así como hoy, hemos terminado con lo
estructural, en 1958 hemos terminado con lo funcional legándole a la República
una organización estatal que le permita decir que se administra y gobierna de la
mejor manera, por si sola, por si misma. Porque en nuestro país no debe darse el
panorama lamentable de un país que se gobierna todavía en 1952, mediante la
discrecionalidad política de los hombres, tan llenos de defectos, y tan llenos de
pasiones, como también tan cargados algunas veces de virtudes.
Esto, señores, es fundamental para el Estado. Si nuestro movimiento político no
dejara a la República la garantía de una administración cuantitativa y cualitativa
capaz de gobernar, habría dejado de cumplir, quizá, su principal función de
gobierno para la consolidación de las garantías que el país necesita de sus
gobiernos. Por esa razón yo quiero hablar hoy de eso.
Nosotros, porque no somos personalistas, ni somos discrecionalistas en el
gobierno, hemos comenzado por establecer una doctrina. Los discrecionalistas son
siempre enemigos de las doctrinas. También los personalistas lo son porque su
doctrina son ellos. Cuando un hombre se desprende de su personalidad para crear
una personalidad colectiva es porque no tiene intenciones ni individualistas ni
discrecionalistas y menos aún personalistas. Por esa razón, señores, nosotros
adoptamos una doctrina; hemos querido orientar al país una dirección. Los
hombres que hacen uso adecuado del racionalismo son siempre partidarios de este
sector de la organización humana.
Lo primero que la Nación debe tener es una doctrina. Nada se puede hacer con
colectividades inorgánicas y la doctrina es el punto de partida de la organización de
una colectividad. En el gobierno, la doctrina debe ser para nosotros el punto de
partida para toda la organización. Cuando los hombres no están adoctrinados es
mejor no juntarlos; nuestra tarea es una tarea de equipos.
La doctrina nacional puede ser discutida, pero debe ser aplicada porque algo
tenemos que hacer. Discutirla para perfeccionarla, pero aplicarla, porque el que no
aplica una doctrina que se ha creado para la Nación está procediendo en contra de
la Nación. Una doctrina es indispensable para que todos sepamos qué es lo que
tenemos que hacer, cualquiera sea el puesto que en suerte nos ha tocado
desempeñar en la colectividad argentina.
En esto, señores, una doctrina nacional es tan fundamental en el Estado, en la
Nación, como fundamentales son el alma y el pensamiento en un hombre. ¿Adónde
va un hombre que no tenga sentimientos ni pensamientos? ¿Y adónde iría una
Nación que no tuviese un pensamiento y un sentimiento comunes?
Hay cosas en las cuales podemos estar diametralmente opuestos en la apreciación,
pero hay sectores y factores de la nacionalidad con los cuales ningún argentino
puede estar en contra.
La doctrina nacional se conforma alrededor de estos últimos, vale decir, de aquellos
asuntos en que todos los argentinos debemos estar de acuerdo para el bien de la
Nación.
Eso es lo que conforma el contenido fundamental de la Doctrina Nacional. Es así
como vamos a dar a la Nación un alma colectiva que nos haga sentir y, quizá, que
nos haga pensar de la misma manera. Eso en cuanto a la Nación.
En cuanto al Estado, ese concepto se estrecha mucho más: no puede haber un
funcionario de ninguna categoría ni un empleado destinado al servicio de la Nación
que no piense estrechamente dentro de la doctrina nacional, porque él es el
ejecutor directo de esa doctrina. En otro ciudadano de otra actividad quizá no sea
tan pecaminoso que hiera a la doctrina, o aún, que esté en contra del dictado de la
doctrina, pero un funcionario o un empleado público que es el ejecutor directo por
mandato implícito de la Constitución y de la ciudadanía, no puede estar fuera de
eso.
Por esta razón, señores la doctrina no contiene minucias ni insignificancias,
contiene lo fundamental de la Nación. Nosotros hemos cristalizado como doctrina
nacional nuestras tres banderas, que no pueden arriarse por otro que no sea un
traidor a la Patria.
La Justicia social, la Independencia económica y la Soberanía del Estado no
pueden ser negadas por ningún argentino; y no solamente negadas ni discutidas,
porque cuando se trata de la justicia, cuando se trata de la libertad y cuando se
trata de la soberanía no puede haber discusión en contra de la Nación.
Esto, señores, que conforma una verdadera doctrina nacional, es lo que debemos
llevar al alma de la Nación. Y nosotros, los agentes civiles de la Nación, somos los
encargados de realizarlas. Nada hay más fundamentalmente importante que eso.
En esto, señores, establecida la doctrina nacional, nosotros tenemos una obligación
permanente: es la de llevarla a todo el organismo estatal.
Convengamos que en este primer plan quinquenal, que nosotros hemos realizados
con tanta hesitación por que era todo improvisado – donde resolvíamos un
problema salían tres o cuatro como consecuencia de la improvisación -, no
habíamos podido realizar una cosa terminada ni una planificación bien desenvuelta
y bien realizada. Resolvíamos un problema y creábamos otro, como pasa siempre
en la improvisación. Si hubiéramos querido planificar, quizá no hubiéramos podido
realizar.
Es esto, señores, hay que pensar que siempre la realización está por sobre la
concepción. Hay que hacer las cosas mal o bien, pero hacerlas, decía Sarmiento;
una gran verdad porque si no, estamos siempre en discursos y en veremos, y lo que
enriquece al país y lo que engrandece a la Nación es lo que vamos colocando
encima de ella, en último análisis. Esta tarea debíamos realizarla perentoriamente;
se justifica que no hayamos planificado acabadamente
Pero, señores, es menester que en este Segundo Plan Quinquenal nosotros
perfeccionemos sobre la misma marcha este aspecto. Para ello habrá una buena
planificación, porque ahora hemos tenido tiempo de realizarla. Cada uno de los
departamentos de Estado va a tener un plan perfectamente bien estudiado, con el
planteo inicial en la solución de cada uno de los problemas y cada una de las
realizaciones, donde se han contemplado todos los objetivos y factores, en forma de
que la solución de uno no cree problemas subsidiarios.
Quizá la realización cueste menos trabajo, señores, y ese tiempo libre que nos
dejará, así como antes los dedicábamos a la organización estructural, debemos
dedicarlo ahora al aspecto colectivo de esa organización, porque de poco valdrá la
organización sino hacemos del hombre que la compone un funcionario cada día
más honrado y más capaz.
Nuestra tarea no es solamente la de capacitar técnicamente a los funcionarios de
Estado, sino también educarlos en una moral administrativa intachable.
Esto es lo que quiero tratar en el último término: el trabajo que todos debemos
realizar desde el gobierno del sector que nos corresponda. En primer lugar,
debemos establecer qué es el gobierno desde un punto de vista empírico, no
teórico, porque se ha hablado mucho de estas cuestiones del Gobierno. El gobierno
no puede ser la acción burocrática del trámite: el gobierno tiene que ser más noble.
Por eso es que el punto de partida nuestro es que hoy, con la organización
estructural, tenemos el instrumento, pero tenemos un instrumento sin temple, sin
brillo, quizá sin la forma adecuada para el trabajo que tenemos que realizar.
Tomemos este instrumento en nuestras manos, y antes de emplearlo, démosle el
temple que debe tener, formémosle ese temple, formémosle la capacidad, diríamos
formal, para la realización; pulámosle todas sus aristas y estén seguros de que
ahora, con ese instrumento vamos a realizar el mejor trabajo con el mínimo de
esfuerzos y sacrificio.
Para eso, señores, que es tan fácil de decir, debemos emplear muchas, pero muchas
de nuestras fatigas de estos años de trabajo. Es muy difícil formar hombres que uno
los toma ya después de haber andado mucho por la vida y mucho por la
administración. No es fácil. Más fácil es formar que corregir, que modificar y que
formar de nuevo. Por eso la tarea nuestra tiene en ese aspecto una importancia
fundamental, y yo les pido a todos los señores que piensen por sí, que reflexionen
profundamente sobre la responsabilidad que pesa sobre nosotros, no solo como
funcionarios sino como maestros de los que van a hacer después los funcionarios
que nos reemplacen y que deben formarse dentro de esa administración que
nosotros manejamos.
El Estado tiene excelentes hombres dentro de sus funcionarios y de sus empleados.
Tiene un material de primera clase. Ahora, es cuestión de irlo dignificando,
levantando y, sobre todo, de darle poder a la iniciativa de estos hombres, no
castigando al que se equivoca, que no es merecedor de un castigo de ninguna
naturaleza, sino más bien haciéndolo con el que no hace nada para no equivocarse,
que ese sí es el culpable, o eliminando sin consideración de la administración
pública al que procede mal deliberadamente, que es el peor enemigo de la
administración.
La administración pública es un lugar sumamente sensible en su equilibrio y en su
buen nombre. Cuando hay un funcionario o empleado ladrón, no dicen que fulano
de tal es un ladrón, sino que todos los empleados públicos son una punta de
ladrones. Por eso no es suficiente con cuidar la propia conducta de los funcionarios,
sino que hay que cuidar la de todos los que están a la orden de uno, porque esa
reputación también nos toca a nosotros cuando se menoscaba en cualquiera de los
escalones administrativos.
Por una deformación ya consuetudinaria en todos los gobiernos el funcionario
público está siempre expuesto a que cada ciudadano vea en él a un hombre que
delinque contra la administración y contra la ley. Todos los que manejamos algo de
la cosa pública estamos expuestos a que nos digan que somos unos ladrones. Pero
eso no importa; eso es culpa de los que han administrado y gobernado.
Nosotros tenemos quizá un exceso en la prudencia con que empleamos el gobierno
y con qué administramos, un exceso de minuciosidad en la honradez
administrativa, para ir borrando poco a poco ese concepto que, justificadamente en
muchos casos, tiene el pueblo de sus funcionarios y de su gobierno. Somos nosotros
los que hemos de honrarlo.
Muchas veces algunos amigos y funcionarios han venido hasta mi despacho y me
han dicho: “Le agradezco, señor Presidente, el cargo que usted me ha asignado”; y
yo le digo: “Vea, todavía no sé si tendrá que agradecérmelo”. Porque nosotros
decidimos que cada funcionario o cada empleado lleva en su mochila el bastón del
mariscal y hacemos que cualquiera de ellos en una oportunidad pueda sacar el
bastón de mariscal para mostrarlo como emblema de su autoridad. Nosotros no
hacemos más que eso. Lo demás lo hace el funcionario. Nosotros lo ponemos en la
vidriera para que el pueblo lo vea; si es bueno, se va a llenar de honor y de
predicamento y si es malo, se va a hundir toda su vida. Nosotros no hacemos nada
por él, sólo le damos la oportunidad a que todos los ciudadanos tienen derecho.
Cuando nosotros damos esa oportunidad, lo hacemos de buena fe, y a menudo
también nos equivocamos de buena fe. Pero de los males que acarrean esas
equivocaciones participamos todos en una parte proporcional. Todos cargamos con
el mal nombre del deshonesto, todos cargamos el mal nombre del incapaz.
En consecuencia, si esa responsabilidad la compartimos y distribuimos entre todos
nosotros, todos tenemos la obligación de trabajar para que eso no se produzca
dentro de la administración pública para cuidar no sólo el prestigio de la
administración, sino el prestigio de cada uno de nosotros.
Estar listos para dar cuenta de cualquiera de nuestros actos es lo fundamental,
porque los gobernados tienen derecho a conocer el acto más insignificante de su
gobierno.
Por eso, en la educación y formación de nuestros funcionarios y empleados
tenemos que tener, a la vez que la función de la administración y de gobierno, la
función del maestro y del pretor que vigila permanentemente no sólo los actos de
los empleados, sino también su conducta, que es la pauta de su procedimiento. En
este sentido, somos un poco maestros y un poco padres; tenemos que ir
formándolos. A menudo el fárrago de cuestiones que nos envuelve en la función
administrativa y de gobierno nos hace olvidar esa función de maestro.
Ocurre muchas veces que un empleado trae una nota mal hecha que la hizo
Gutiérrez. Nosotros decimos que es un bárbaro y que la haga Pérez. No, no hay que
proceder así Hay que llamarlo a Gutiérrez, perder cinco minutos con él y decirle:
“Vea, ha hecho mal esta nota; aquí debía decir tal cosa, hágala bien y tráigamela”.
Sólo se han perdido cinco minutos, pero se salva a un hombre que puede ser
excelente si le enseñamos, y que se perderá irremisiblemente si lo rechazamos por
no cumplir con nuestro deber de funcionarios. Pero cuando esa nota ha sido
“exceso de capacidad”, cuando se ve en la nota la mala intención, no hay más
remedio que mandarlo al juez federal para que se entienda con él. Eso es
fundamental.
Un gobierno se desprestigia cuando anda con tapujos con los que proceden mal. No
se lo desprestigia cuando se lo manda al juez federal para que la justicia le ajuste las
cuentas a ese mal funcionario. El que se equivoca bienvenido sea, si se equivoca sin
mala intención. A ese debemos enseñarle. Al bandido hay que mandarlo a la cárcel.
La función de gobierno, señores, es muy compleja. Tiene muchas tareas que a
menudo se olvidan y que son fundamentales. Si uno ve y toma casos concretos, ya
que los ejemplos aclaran, pueden llegar a conclusiones bien determinantes en
muchos aspectos. Una de las cosas, después de la deshonestidad, que más se queja
la gente, es la burocracia que retarda los trámites en todos sus aspectos.
¿A qué obedece eso? En la administración pública, y esto se ve hasta en las
instituciones militares, que son las que tienen disciplina y código, hay una
burocracia retardatriz, muchas veces por la ampulosidad, otras veces, por inercia
que mata todas las inteligencias y todas las capacidades.
Hay algunos que tardan quince días en hacer un estudio y traen escrito un
diccionario enciclopédico, cuando eso debería estar listo, en vez de en ocho tomos,
en ocho páginas. El que no tienen capacidad de síntesis no puede ser funcionario ni
empleado público.
En cada funcionario y en cada empleado debe haber un espíritu de responsabilidad
suficiente para resolver por si los expedientes que llegan, porque si no se anulan
todas las capacidades y todas las inteligencias.
Observan ustedes lo que pasa en una oficina pública: llega un expediente a Mesa de
Entradas, con catorce sellos, con ocho números y veinte rúbricas. Lo recibe la
Dirección General. El director general dice de qué se trata: “Señor, tal cosa. Muy
bien, déle trámite”. Pasa al segundo jefe, éste dice también de que se trata: “Déle
trámite. Pasa al auxiliar y éste dice de qué se trata y déle trámite y pasa a tal para
que informe”. Esto dura ocho días. El que informa tarda otros ocho días y después
vuelve a hacerse la misma recorrida. Y ahora pasará a Técnica o Arquitectura. Allá
va y vuelve la cadena: del jefe al segundo, de éste al auxiliar, y de éste a Juan Pérez,
y éste que es el que hace trámites, es un pobre hombre que no sabe nada y que no
puede resolver por si porque es un empleado de la oficina. Finalmente se informa, y
del informe pasan ocho años y se gastan ocho toneladas de papel y no se ha resuelto
el problema y hay ochocientos afuera que están protestando contra los
funcionarios.
Eso no es de una oficina, es de muchas oficinas. Hay que terminar con eso. Quien
recibe el expediente debe pensar si lo puede resolver o no. Si lo puede resolver, que
lo haga. “Firma Fulano de Tal”, y toma la responsabilidad de la resolución,
cualquiera sea su jerarquía. Si no lo puede resolver, va al jefe y le pregunta cómo se
resuelve. Bien, firma el jefe y listo, sale. Y hasta por teléfono se hace si es necesario
tomando los recaudos indispensables.
Si nosotros no tomamos el sentido burocrático del “déle trámite”, el “déle trámite”,
nos va a matar a todos. Esa es la realidad. Por eso es que debemos tener 750.000
agentes públicos cuando podríamos resolver los asuntos con 250.000 o 300.000.
Porque claro, cuando lo recibe el jefe, va al segundo jefe, después al auxiliar y
después al escribiente, sería bastante con éste para hacer el trámite. ¿Para qué
tengo esa gente delante?. Lo que pasa es que hay que tener menor número de
funcionarios y empleados, pero pagarles mejor y que trabajen más, porque es
lógico: a mayor pago corresponde mayor fatiga. Debemos tener el menor número
de empleados y pagarles lo más posible, y exigirles que rindan en su trabajo, no
solo en el trabajo material, sino también en cargar con la responsabilidad que él
como funcionario o empleado público, tiene la obligación de cargar.
Hay pusilánimes que nunca se animan a resolver nada. Esos son rémoras en la
rueda de la administración. Hacen más mal ésos que todos los “contras sumados”.
He querido presentar así el problema, descarnadamente, hasta con la terminología
oficinesca, para hacer resaltar la necesidad de educar a nuestra gente. En este
segundo plan quinquenal, el ideal sería que cada funcionario público se convierta
en un maestro para enseñarle a los demás lo que él sabe y para darle también el
alma de los demás lo que él tiene de calificado en su propia alma, educarlo e
instruirlo en la función.
Si nosotros realizamos eso, quizá la República tenga mucho más que agradecernos
que por todas las demás cosas que hemos hecho, porque nosotros estamos con
nuestros actos propugnando el presente pero si formamos una administración de
este tipo, incontaminable y capacitada, el país nos tendrá que agradecer siempre su
marcha ordenada y orgánica a través del tiempo; aseguremos así el futuro de la
administración pública.
Eso es lo trascendente: eso es lo importante. Cuando un jefe pasa por una oficina,
sus empleados deberán decir, dentro de diez o de veinte años: “Este hombre era
capaz y hacía bien. ¡Lo que me enseñó este hombre, que hombre capaz, que hombre
correcto!”. Eso es mucho más lindo y mucho más constructivo para un hombre que
lo que pueda haber hecho en cuanto a las soluciones más o menos favorables que él
dio a la administración y al gobierno.
Enseñar en la administración es la palabra de orden de nuestros días. Porque
francamente, tenemos una administración con muchos defectos que hay que
corregir y modificar. Tenemos buena gente; pero también tenemos algunos de los
otros. Hay que echarlos a los otros, hay que sacárselos de encima. Son una rémora
en la oficina. Cuando reciben una directiva del director, la comentan jocosamente,
y así están haciendo sabotaje dentro de la oficina sin que nadie se dé cuenta.
Después dicen: “¡Fulano que gracioso! Todo lo comenta en broma”. A ése hay que
darle un sillazo el primer día y sacarlo de la oficina.
Hay otro tipo de mal funcionamiento, que es el buen muchacho, jefe de una oficina.
De él: “¡Qué bueno es Fulano!”. Claro, en su oficina cada uno hace lo que quiere.
¿Cómo no va a ser bueno? Sí algún empleado no puede venir, él le dice: “dame la
tarjeta, que te la firma mañana”. Y el mismo jefe se la firma al empleado. A
propósito, hace pocos días firmé un decreto rebajando de categoría un jefe porque
había hecho eso. Yo dije: “está bien, hay que rebajarle la categoría, y la próxima que
haga sólo se va a ir por la cola”.
Hay de todo entre los hombres, pero los que nosotros tenemos que formar son
hombres que sepan enseñar con el ejemplo. No hay jefe malo si el jefe es un
hombre capacitado que enseña y aconseja a sus hombres. La rigidez del servicio
público exige eso: el sacrificio de imponer cuando es necesario imponerse e ir
formando hombres de carácter, hombres que sepan afrontar la responsabilidad del
acto público. Satisfaciendo su propia conciencia, que es lo mejor que uno puede
satisfacer, cuando obra en bien del servicio de la Nación. Todo eso no es tan fácil de
formar. Presupone pensar seriamente en la educación e instrucción del
subordinado que uno tiene en la oficina y en la Gestión Pública.
Señores: sería largo y redundante para ustedes, ya que son funcionarios hechos,
que yo siguiera insistiendo sobre estas cosas; pero ustedes saben que esto es la
verdad, y ustedes saben que lo que yo digo que hay que hacer es lo conveniente: Yo
sé que ustedes comparten todo, porque tienen más experiencia que yo y saben más
que yo de oficina, y yo estoy persuadido, absolutamente persuadido, de que ustedes
van a ponerse con empeño a preparar su personal. Cuando ese instrumento esté
formado y tenga el temple magnífico que le podamos dar nosotros, el trabajo
público será una cosa agradable, linda, y sacaremos de las oficinas todos esos
problemas y sinsabores que los hombres no capacitados y con otros defectos traen
a la oficina para complicar y amargar la vida en una administración que debería
desenvolverse con toda fluidez y con toda tranquilidad, donde cada uno cumpla
honradamente con su deber.
En este aspecto yo no quiero abundar, pero si quiero decir como corolario de esto
que la Gestión Pública no es solamente una tarea de concepción de los problemas y
de realización de las soluciones, sino también una tarea de permanente persuasión
de los hombres que uno tiene a sus órdenes. El que se considere jefe de una
repartición, el que se considere funcionario de la República, ha de ponerse en esa
situación y ha de dignificarla en todos sus actos, dignificándose de esa manera así
mismo sus proyecciones frente a la obligación y frente al país.
Algunos dicen que a los funcionarios no se los prestigia. No, el funcionario se
prestigia a sí mismo y a la administración la prestigiamos entre todos los
funcionarios y entre todos la desprestigiamos. Yo no puedo prestigiar a nadie. Cada
uno se prestigia a sí mismo con sus procedimientos, con su capacidad y con su
honradez. Se equivoca aquel que dice que no le dan el puesto que les corresponde a
los funcionarios. Sí, al funcionario se le da el puesto que le corresponde. Yo lo único
que puedo hacer es ponerlo dentro del presupuesto. Lo demás lo tiene que hacer él
con sus conductas. Formemos hombres de acuerdo con estos principios y la
República tendrá un organismo orgánico de administración y de gobierno que
resistiría a todos los discrecionalismos que quieran entrar dentro del gobierno. Esta
marcha es necesaria asegurarla por si. El Estado y la Nación deben marchar solos.
Nosotros los gobernantes podemos indicarles la dirección, pero la marcha debe ser
ejecutada por él. Ese organismo, ese mecanismo, debemos dárselo noble, bien
templado y bien capacitado, y eso será lo que nos va a agradecer en el futuro la
Nación.
Yo sería muy feliz si al dejar el gobierno de la Nación el pueblo dijera: “No hizo
gran cosa, pero dejó una administración magnífica para el país, bien organizada,
bien capacitada moral y técnicamente”. Me sentiría muy feliz porque eso me estaría
indicando que habría trabajado no sólo para el presente, sino también para el
porvenir de la Nación.
Esa obligación la tenemos todos nosotros, que somos en el fondo compañeros de
una tarea común, pero también esa satisfacción debe ser el anhelo y la aspiración
de todos nosotros. Que cada uno lo cumpla en la medida que su acción le permita
realizarlo, pensando en que estaremos todos agradecidos de todos. Si cumplimos
con esto, que es un mandato imperativo de la necesidad orgánica del momento; si
lo hacemos, todo andará mejor y tendremos la inmensa satisfacción de contemplar
el panorama de la Nación desarrollándose con toda organicidad y racionalismo
dentro de una vida que será cada día más llevadera, porque en la función que
nosotros desempeñamos está puesto también el destino de cada uno de los
ciudadanos argentinos. Muchas veces el gobierno crea un callo sobre el corazón.
Eso es lo que debemos evitar: que no haya callos ni sobre el corazón ni sobre el
entendimiento. Nosotros tenemos una responsabilidad enorme que cumplir.
Estamos de acuerdo en enfrentarla y afrontarla. De cómo lo hagamos, es de lo que
nos va a pedir cuentas el futuro de la Nación.
Por eso yo he querido, en esta conversación entre amigos y funcionarios, pedirle a
cada uno de ustedes que anote sobre su escritorio en una sola frase, para tenerla
siempre delante de los ojos: “No debo olvidar que además de un administrador y de
un agente de gobierno soy también un maestro de mis subordinados”. Si lo hace, si
lo cumple, todos tendremos mucho que agradecer.
Señores: no quiero terminar estas palabras, ya que es la primera oportunidad en
que nos reunimos, sin agradecerles a todos cuanto han hecho para que esta
organización haya alcanzado el estado actual. El hecho de que tengamos
aspiraciones de perfeccionamiento para el futuro no implica en manera alguna, que
cada uno de ustedes, funcionarios de la República, no haya sabido cumplir
acabadamente con su deber. Cada uno lo ha hecho en la medida de sus fuerzas. Mi
obligación de dirigente superior es señalar los rumbos del futuro y pedirles que a
ese esfuerzo y a ese sacrificio que todos ustedes han realizado en bien de la Nación,
los coronen aumentando un poco más de desvelo y de sacrificio para mejorar la
calidad de la administración y del gobierno.
Yo les agradezco todo cuanto han hecho, y espero que en 1958 pueda darle un
abrazo a cada uno por la inmensa tarea cumplida en beneficio de la administración
y del gobierno de la República.

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