SEÑORES SENADORES, SEÑORES DIPUTADOS:
El compromiso que acabo de contraer, prestando el juramento constitucional,
se adentra en mi alma con el mismo ímpetu que lo hiciera mi decisión irrevocable
de abrazar la causa del pueblo. De este pueblo que, fiel a su tradición hidalga, de
igual modo sabe defender sus derechos y su honra arriesgándose en la azarosa
jornada del 17 de octubre como ofreciendo el alto ejemplo de cultura cívica del 24
de febrero.
Esta limpia vocación de jugarse íntegramente en defensa de su dignidad
constituye la razón fundamental del hecho histórico que ha puesto en manos del
pueblo los destinos de la patria.
Una vez más, el brazo militar y el brazo civil, hermanados, han sostenido el
honor de la Nación. De esta manera, el proceso revolucionario abierto el 4 de junio
de 1943 se cierra el 4 de junio de 1946, y, una vez incorporada la savia vivificante
del pueblo, las armas de nuestro Ejército vuelven a los cuarteles con la gloria de
haber contribuido a implantar la justicia social, establecido las bases de la
recuperación nacional que todos anhelamos, afirmado el intangible principio de
nuestra soberanía y restablecido definitivamente el pleno ejercicio de la libertad
para cuantos sienten el honor de habitar suelo argentino.
Me enorgullece haber llegado a la más elevada magistratura por el consenso
de voluntades que repudian la presión ajena: por el asentimiento de cuantos
anhelan que la justicia prevalezca sobre el interés; por la decisión de los que sienten
el patriotismo como sentimiento espontáneo que, desprovisto de segundas
intenciones, fluye naturalmente del corazón. Y, por encima de todo, me enorgullece
sentirme partícipe de este despertar ciudadano que ha sabido tomar a su cargo la
defensa de la reforma social anhelada por los hombres que con riesgo de su
libertad, de su honor y de su vida pudieron materializar los postulados de la
Revolución de Junio.
Cuando en momentos de duda o desaliento me asaltaba el temor de que
llegara a malograrse la oportunidad de enfrentarse resueltamente con las fuerzas
ocultas que detenían el progreso económico del país y regateaban las concesiones
más insignificantes a los trabajadores, me preguntaba dónde estarían los reductos
de la virilidad criolla, de aquella hombría tan nuestra que sabe armonizar
perfectamente la altivez con la ternura. Pero no tuve que escudriñar mucho para
dar con ella, porque en cada tapera semiderruída; en cada erial inculto; en lomas y
quebradas; en los riscos andinos y en los vergeles de nuestras llanuras; en la selva,
en las encrucijadas de los caminos sin fin de nuestras pampas y hasta en los
sombríos callejones del más tortuoso suburbio, he podido entrever primero y
contemplar nítidamente después que el más modesto obrero de nuestras fábricas y
el más olvidado peón de nuestros campos, a pesar del aplastamiento en que le
había sumido el abandono de muchos años, sabía erguirse firme y altivo al percibir
que la patria no estaba ausente de sus angustias y se acercaba la hora de serle
reparados los agravios que le habían inferido y las injusticias que le habían
prodigado.
Por esto, el triunfo del pueblo argentino es un triunfo alborozado y callejero:
con sabor de fiesta y talante de romería; con el espíritu comunicativo de la juventud
y la alegría contagiosa de la verdad, porque rebasó el marco estrecho de los comités
políticos habituales para manifestarse cara al sol o bajo la lluvia, pero siempre al
aire libre, con el cielo como único límite a sus anhelos de redención y libertad.
Fiestas de redención de los trabajadores, de liberación de los seres útiles de la
patria; fiestas de redención de la patria misma al tener cabal noción de su libertas y
concepto claro de la soberanía.
Por esto el triunfo del pueblo argentino ha dejado deslumbrados a los que
vivían en la semipenumbra del interés creado, al margen del caudal de
sentimientos en que se deleita el alma popular. Se había creado una atmósfera
artificial a fuerza de repetir que somos un país rico y callar que eran
extraordinariamente pobres las masas trabajadoras; se había creado un falso
concepto de la vida al favorecer el desarrollo de las malas artes políticas y fomentar
las actividades al margen de la ley; se vivía una simple apariencia de legalidad
estrujada aún por la hidra de los privilegios.
Se comprende que al derrumbarse el tablado de la antigua farsa, toda la
comparsería quedara deslumbrada ante la insólita exposición de la verdad
desnuda. Este ha sido el estilo que ha conmovido a las masas trabajadoras, que ha
prendido en las restantes clases sociales y que acabará por imponerse
definitivamente, como sucede con todos los sentimientos que anidan en la entraña
del pueblo.
Recuperado el sentimiento, volvemos a lo nuestro; a lo que es esencialmente
nuestro; a lo que se ha formado a través de múltiples generaciones por obra del
amor a la tierra y a fuerza de luchar con cuerpo y alma para consolidar y defender
palmo a palmo cada conquista. Volvemos a lo nuestro, al ser íntimo de esta alma
nuestra que, a fuerza de querer dotarla de una “personalidad destacada”,
haciéndola asimilar culturas ajenas, se despersonalizaba, perdía sus características
peculiares y quedaba sin los rasgos que definen la reciedumbre de su potente
individualidad.
Al recuperar nuestra alma han vuelto las manifestaciones ingenuas y
espontáneas de nuestras muchedumbres; de estas masas que en momentos oscuros
para la Patria vieron claro el porvenir, y que, andando por caminos difíciles,
intuyeron cuál sería la ruta que las conduciría a la realización de sus destinos.
Merced a la fe y a la confianza del pueblo argentino ha sido posible recuperar el
brillo de las instituciones, una vez desposeídas del moho que en ellas había
acumulado el egoísmo, la violencia y la mala fe.
Juntos hemos recorrido el camino de retorno a la normalidad constitucional,
y al término de la jornada, llevamos un convencimiento y una decisión: el
convencimiento del daño que se ha causado a la Patria por los que han lucrado a su
costa y a costa del esfuerzo de cada trabajador, y la decisión irreversible de no
consentir nuevos atropellos. La decisión argentina de que jamás sea posible la
entronización de la arbitrariedad y la injusticia es tanto más irrevocable cuanto se
ha templado al fragor de una lucha despiadada en la que han convergido tiradores
procedentes de todos los vientos y emplazados a inverosímiles distancias, y ha sido
aceptada con la enérgica serena y fría reflexión de los actos definitivos que
comprometen al éxito absoluto o al fracaso total.
No debe ser temido el triunfo de la ciudadanía; no debe ser temido porque se
apoya en la razón que asiste al pueblo para reclamar la justicia que desde años atrás
se le adeudaba, y en el convencimiento de que, en paz y armonía, la justicia llegará
a todos los hogares en vez de pasar indiferente ante la puerta de los humildes, de
los que más necesitados están de ella. He de advertir empero que esta justicia que
se adeuda a los que hasta ahora no la han disfrutado, no será en desmedro de
ningún otro derecho legítimo. Si así fuese, sería arbitrariedad y no justicia.
No podrá prosperar tampoco el espíritu de venganza, no lo ampararán las
encarnaciones del poder soberano del pueblo; no debe recurrirse a la venganza
para resarcirse de lo que se ha sufrido por injusticia. La recta aplicación de la
norma justa ha de bastar para reparar el derecho desconocido o lesionado. Pero no
deberá haber lenidad para los desconocimientos del derecho en que incurra
cualquier jerarquía del Estado; el espíritu del pueblo velará implacablemente para
que nadie pueda escurrirse de entre las mallas del derecho, con igual tesón que
para evitar alteraciones de la paz y del orden social. Únicamente así será posible
mantener la maravillosa realidad que vivimos; esa maravillosa realidad que
asombra al mundo entero viendo cómo avanzan por la senda abierta por la
revolución de los trabajadores argentinos al amparo del pabellón nacional,
enardecidos por las estrofas del himno patrio y flanqueados por los dos grandes
anhelos nacionales: justicia social y soberanía.
Fuerzas desnacionalizadas y desnacionalizadoras intentaron introducir la
disociación entre hermanos. Quizás no les hubiera sido difícil lograrlo si el pueblo
no hubiese presentido ya la inminencia de la reforma social. Por fortuna llegóse a
tiempo de evitar la disolución del Estado gracias a la presencia política de las masas
representadas por los amplísimos sectores mayoritarios de esta Honorable
Asamblea. Y las representaciones restantes, con la experiencia enriquecida con tan
elocuente expresión de la voluntad popular, espero que habrán de sumar su
colaboración a las grandes realizaciones que se avecinan para colocar a nuestra
Patria a la par de las más justas, y que ejercerán su labor fiscalizadora para
mantener el difícil equilibrio entre quienes no acierten a refrenar los caballos de la
victoria y los que no quieran o sepan aprender en la escuela de la adversidad.
El esplendoroso pronunciamiento del pueblo me autoriza a pedir y me mueve
a esperar la colaboración de todos. La pido con la sinceridad y la humildad
compatible con la dignidad con que un gobernante puede pedir para el bien de la
Nación. No me guían intenciones ocultas; no hay, ni jamás ha existido, doblez en
mis palabras; nada desvía ni empaña la trayectoria de mis convicciones. Llamo a
todos al trabajo que la Patria tiene derecho a esperar de cada uno. Quienes quieran
oír que oigan; quienes quieran seguir que sigan. Mi empresa es alta y clara mi
divisa; mi causa es la causa del pueblo; mi guía es la bandera de la Patria.
Señores senadores, señores diputados, después del paréntesis revolucionario,
cuyo fallo pronunciará la historia entramos hoy definitivamente por el camino de la
normalidad política.
No creo que sea necesario hacer definiciones de orden estrictamente político.
Ante todo está mi respeto a la Constitución, por cuyo restablecimiento empeñé mi
honor y mi palabra el día que ocupé la cartera de Guerra y luego al hacerme cargo
de la vicepresidencia. No creo que haya incurrido en perjurio ni haya eludido
recurso alguno para lograr cuanto a mi alcance estuvo para apresurar el
restablecimiento de la normalidad. Los hechos dicen mejor de lo que yo podría
expresar, que la fórmula de mi gobierno se concreta así: en lo interno, respeto
absoluto a la esencia de nuestra tradición y nuestras instituciones, elevación
progresiva de la cultura en todos sus aspectos y mejoramiento económico de todos
los habitantes; en lo exterior, mantenimiento inquebrantable, firme e intransigente
de nuestra soberanía y cumplimiento sincero de nuestros compromisos internacionales.
Me encuentro ahora en el momento más trascendental y más grave que puede
pesar sobre un hombre. También en el más honroso, porque para un argentino no
puede existir ningún honor más grande que el de verse elevado por la voluntad de
una mayoría de ciudadanos, a la presidencia de esta gran Nación, sucediendo en
ella a muchos ilustres próceres cuya actuación mereció el respeto de propios y
extraños, y cuyo recuerdo ha de gravitar sobres mi pensamiento y sobre mi
conciencia y ha de inspirar no pocos de mis actos.
El momento de la lucha a pasado para mí, porque soy y me siento el
presidente de todos los argentinos; de mis amigos y de mis adversarios; de quienes
me han acompañado y de quienes me han combatido; de quienes me han seguido
de corazón y de quienes me han seguido por un azar circunstancial; de aquellos
grupos que se encuentran representados por las mayorías de las Cámaras y de los
que lo están por la minoría. También de los que, por causas que no me corresponde
examinar, quedaron sin representación parlamentaria.
Al ocupar la primera magistratura de la República, quedan borradas las
injusticias de que he sido objeto y los agravios que se me hayan podido inferir. De
mi voluntad, de mi mente y de corazón han desaparecido las pasiones combativas y
sólo pido a Dios que me conceda la serenidad que requieren los actos de gobierno.
Por ello, creo tener derecho a recabar de todos que juzguen mis actos y los de mi
gobierno con igual imparcialidad. En definitiva, no aspiro a otra cosa sino al reconocimiento público –ya obtenido electoralmente– de que en todo momento, con
paso firme y desoyendo a menudo capciosos cantos de sirena, encaminé al país
hacia el completo restablecimiento de nuestras normas institucionales
democráticas; y de que mi labor pretérita y mi labor futura se ha inspirado y se ha
de inspirar en la defensa del bien público. Si consigo esto, me daré por suficientemente compensado de las amarguras, de la heridas, de los desgarrones que todo
hombre público va dejando a través de su vida en las zarzas del camino. Y no creáis
que por ello guarde rencor porque, al igual que un insigne ingenio de nuestra
América, “si una espina me hiere, la aparto del camino, pero no la aborrezco”.
La objetividad de mi posición para con todos y cada uno de los ciudadanos y
de los partidos políticos, no ha de representar un obstáculo para que mi gobierno se
oriente en el sentido de mis antecedentes. Hacer otra cosa, sería traicionar a la
mayoría de los electores. En los regímenes republicanos de tipo presidencialista,
inversamente a lo que sucede en otros, el presidente no es un mero poder
moderador sino que desempeña el propio Poder Ejecutivo de la Nación, que ha de
ejercer como emanación de la voluntad general. Es decir: para ser fiel a sus
antecedentes y a la consagración popular, el presidente de la Nación Argentina, ha
de llevar a buen término “su política”, orientándola hacia el bienestar de todos los
argentinos. A esta idea he de atenerme y ella es la que aparece reflejada en las
directrices que he de dar a las cuestiones económicas y sociales. Para que nadie se
llame a engaño al respecto, pongo en manos de la Honorable Asamblea –tal como
lo hiciera en 1910 el presidente Roque Sáenz Peña–, el discurso con que, en acto
popular, el 12 de febrero último, acepté mi candidatura presidencial. Nadie debería
añadir a las palabras pronunciadas en tal oportunidad si no se hubiese tergiversado
su sentido hasta hacerlas aparecer como opuestas a las claras afirmaciones que
fluyen de su natural significado. Las interpretaciones caprichosas, si se divulgan y
son aceptadas por ligereza en el juicio o por desconocimiento de la verdad de mis
palabras, pueden ocasionar perjuicios catastróficos al país. El desconocimiento de
la verdad o las dudas y desconfianzas que se siembren acerca del porvenir
económico, pueden ser un factor de desequilibrio político interno e internacional. A
pesar de que al respecto he hablado muy claro –me atengo a las afirmaciones de mi
discurso al inaugurar el Consejo Nacional de Posguerra y al de 12 de febrero del año
actual a que me acabo de referir– estimo necesario desvanecer dudas y recelos que
aún se ciernen sobre algunos sectores de nuestra economía.
No consentiré desandar el camino recorrido por la revolución en punto a
reivindicaciones de los trabajadores; por el contrario: será proseguida la ruta de
mejoramiento social de todos los habitantes de nuestra patria. Pero tampoco podrá
limitarse la libre iniciativa individual y la libre actuación del capital privado,
siempre que la primera respete la libertad de los demás y el capital no pretenda
erigirse en instrumento de dominación económica. Mantener estos principios
equivale a volver por los fueros constitucionales que habían sido mancillados por
los verdaderos enemigos de la patria.
El período de prueba que acabamos de franquear, destacó la verdadera
magnitud de ciertas deficiencias de nuestra estructura económica, cuya corrección
debe ser encarada sin improvisaciones ni dilaciones; huyendo, además de una
burocratización que podría poner a las fuerzas económicas en peligro de ser
asfixiadas. No debemos olvidar que el flanco más vulnerable de nuestro país es su
dependencia del exterior en orden a ciertos aprovisionamientos industriales, por
cuyo motivo, y sin entorpecer su importación ni gravar pesadamente al
consumidor, es indispensable abordar resueltamente la utilización de todos
nuestros recursos naturales.
El imperativo deber que me asigna la Constitución de promover el bienestar
general implica, ante todo, construir y mantener en buen orden una sana
estructura social y económica. Los recursos naturales constituyen los cimientos de
esa estructura. Su aprovechamiento requiere estimular la producción. De ahí que
haya propalado la industrialización del país. Ahora que no debe darse un sentido
exagerado a este propósito. Para lograr una industrialización adecuada, se
determinarán las actividades que requieren el apoyo del Estado por la vital
importancia que tienen para el país o para contribuir al intercambio mundial con
productos elaborados o semielaborados cuidando de aprovechar todas las
posibilidades que permite nuestro pródigo suelo. La consolidación de las
actividades básicas –agricultura, ganadería– irá acompañada de la
industrialización conveniente. El ritmo de los progresos estará supeditado,
forzosamente, a las posibilidades de utilizar racionalmente los recursos energéticos
aun inexplotados.
Como corolario despreocupaciones que han encontrado cauce en maduras
iniciativas propiciadas por el Consejo Nacional de Posguerra, propulsará la
realización de un programa de aprovechamientos hidráulicos orgánicamente
correlacionado con el desenvolvimiento económico de cada región del país y que
enfoque, simultánea e íntegramente, las distintas necesidades a cuya satisfacción
puede contribuir, según un racional orden de prioridad.
Asigno trascendental importancia a diversas iniciativas en preparación, que
será sometidas a vuestra honorabilidad con carácter de urgencia, tendientes a
robustecer y perfeccionar hasta el límite compatible con legítimos intereses, la
futura intervención del poder público en la solución de los problemas relativos a la
protección y fomento de la industria, aprovisionamiento de recursos energéticos,
incremento de las vías de comunicación y regulación del transporte. Ciertos
aspectos de tales problemas son comunes a los planteados por la mayoría de los
grandes servicios públicos industriales, cuya prestación ha sido temporalmente
delegada en empresas privadas. Por elementales razones de soberana dignidad, que
no admiten menoscabo, ni requieren ser mencionadas, la organización y desarrollo
de aquellos servicios deben ajustarse fiel y estrictamente a las directivas y normas
impuestas por el pueblo argentino, demasiado respetuoso de los derechos ajenos
como para admitir mengua de los propios. Un cabal sentido de jerarquía informa la
aspiración de recabar, para nosotros mismos, el pleno comando sobre los resortes
de nuestro desenvolvimiento económico. Haciéndome intérprete de esta
aspiración, no cejaré hasta verla satisfecha en la medida y por los medios que en
cada caso y momento aconsejan las reales conveniencias del interés nacional.
Reviste singular importancia no dispersar esfuerzos en arbitrios
fragmentarios y aislados que pueden entorpecer la consideración a fondo de estos
problemas, estrechamente vinculados entre sí y cardinales para la economía de la
Nación; y por lo mismo que la preocupación por solucionarlos ocupa lugar
prominente en nuestro plan de gobierno, el Poder Ejecutivo desea para sí la
prioridad de su iniciativa.
En esto, como en todo, daré siempre más importancia a las realizaciones
prácticas inmediatas que a las discusiones bizantinas sobre la estructura de los
organismos que tengan confiada o deba confiárseles la tarea ejecutiva. Más que
buenos proyectistas, necesitamos decididos realizadores.
Dudo mucho que puedan quedar sombras a la claridad de mi exposición: si
alguien sigue envuelto en ella, será que tiene interés en no verlas disipadas. Hablo
claro y para quienes sepan apreciar la pureza de mis intenciones.
El incesante progreso de la Nación demanda llevar a la esfera de las
realizaciones nuevos principios de orden jurídico, administrativo, técnico y
económico. La necesidad de estas realizaciones no debe confundirse con el afán de
innovar caprichosamente o edificar nuevas estructuras por el simple placer de crear
organismos inútiles o establecer instituciones superfluas. Los nuevos hechos
sociales, políticos y económicos, exigen una plasmación concreta en el campo de las
realizaciones, pero debo advertir que considero perjudicial avanzar un solo paso sin
que esté bien cimentado el anterior. Estoy convencido de que nada perjudica tanto
los cimientos de la vida económica, como los cambios bruscos en la legislación,
porque impiden formular las previsiones que acrecientan los estímulos y espolean
la voluntad individual.
La adaptación de los principios revolucionarios al cuerpo nacional de leyes,
deberá hacerse pausadamente, a su tiempo y sazón, si se quiere lograr la máxima
estabilidad en la conducción de la nave del Estado.
La política agraria se puede resumir en este concepto que reiteradamente he
expuesto: “la tierra no debe ser un bien de renta sino un bien de trabajo”, porque
solo así podrá justificarse moralmente que un elemento de la naturaleza, que no ha
creado el hombre, pueda someterse a la apropiación particular. El trabajo todo lo
dignifica y convierte en aceptables, costumbres y normas jurídicas que de otro
modo resultarían abusivas. Para conseguir esa finalidad que no puede ser abordada
de golpe, sino escalonadamente, se ha de procurar que los organismos del Estado
den tierra a todos aquellos que la quieran trabajar, para que, además, ningún hijo
de chacarero se vea obligado a desertar de los campos, huyendo de la miseria y
dejándose captar por las luces engañosas de las ciudades, donde la lucha es áspera
y –a veces– sin las compensaciones espirituales que proporciona la labor ruda,
pero fresca y sana, del campesino, cuando su trabajo no está sometido a un salario
misérrimo o a una producción insuficiente. La tierra que proporcione el Estado
debe ser tierra barata, esto es, ajustada a su valor productivo y no a un valor inflado
por una especulación determinada por la puja incesante de las muchedumbres
expoliadas, siempre dispuestas a sacrificar las condiciones de vida propias y de los
suyos en el afán de encontrar una chacra donde levantar su rancho. Sólo así
podremos hacer de nuestra agricultura una industria estable y convertir nuestro
campo en un mundo pleno de fe y de optimismo. Aumentar el número de los
propietarios, es el camino mejor para aumentar el número de los satisfechos. Y
conste bien que no es éste el camino mejor para aumentar el número de los
satisfechos. Y conste bien que no es éste el momento de tratar el arduo problema de
los latifundios y de los minifundios. Me limito a sentar el principio, que ha de
inspirar mi actuación, de que la tierra ha de ser instrumento de trabajo y no de
renta.
Deseo, asimismo, exponer mi íntimo pensamiento con respecto a las normas
de gobierno que, a mi juicio, constituyen el común denominador de todas las
ideologías y de todos los métodos de gobierno.
Ante todo, manifiesto mi fervoroso deseo de impedir las corruptelas
administrativas y exigir estricta honradez en la gestión de los negocios públicos.
Para lograrlo habré de obtener de mis colaboradores en la función ejecutiva, desde
los más altos hasta los más modestos, una corrección que sirva de ejemplo a los
ciudadanos. Para ello encarezco a todos, y especialmente a los legisladores, que
observen y denuncien –sin apasionamientos partidistas y con clara noción de
responsabilidad– cuantas transgresiones a la ética advierten en la conducta de los
funcionarios, prestándome así las más estimables de las colaboraciones. Por mi
parte, declaro que estoy dispuesto a perseguir hasta el límite máximo que permitan
mis atribuciones presidenciales, y a denunciar ente la opinión pública donde ellos
no alcancen, toda falta comprobada que, en ese orden de cosas, llegue a mi
conocimiento cualquiera que sea el poder del Estado en que aparezcan cometidos.
Quiero que mi gobierno sea, por así decir, escuela de ética política y administrativa
que trascienda a la conducta de los partidos políticos.
Con tal intensidad deseo esta moralización de las costumbres políticas que si
bien considero debemos esforzarnos en mantener la confianza popular por el
acierto que siempre acompañe a nuestra obra de gobierno, no vacilo un solo
instante en afirmar mi convencimiento de que sería preferible ver el poder en
manos de nuestros adversarios, que incurrir nosotros en cualquier claudicación.
Las fuerzas cívicas que me han acompañado en esta hora de emancipación
ciudadana, enfrentan la prueba decisiva que el ejercicio del gobierno comporta.
Esta transitoria jornada, eslabón de historia, no es para preeminencias ilegítimas,
sino fuente de obligaciones ineludibles, cuyo cumplimiento será prenda de
responsabilidad y jerarquía.
Para que el movimiento de operación triunfante sea exponente de las
aspiraciones del pueblo argentino; para que nuestra obra sea fecunda en grandes
construcciones nacionales, debemos afianzar firmemente los postulados morales,
depurar nuestra mira de flaquezas y pesimismo e irradiar la acción dignificadora de
nuestra propia integridad.
El ideal democrático de nuestra Carta Fundamental descansa en el respeto a
las divergencias ideológicas y doctrinarias, mientras ellas se inspiren en ideales y
deberes profundamente argentinos. Aspiramos a que cuantos nos combatieron en
el llano, animados por la misma entereza y fortaleza moral que constituyen nuestra
fuerza, coadyuven a ennoblecer la contienda política, transformándola en
constructivo factor de unidad, en cohesión de aspiraciones para bien de la Patria y
dignificación de las costumbres políticas. Cuanto más nos acerquemos a esta meta
de perfección, más cerca nos encontraremos del corazón de nuestro pueblo y más
firmes serán los cimientos sobre los que debe edificarse la obra común.
He tenido ocasión de decir, y ahora lo repito, con más convencimiento, que el
Parlamento es el instrumento adecuado para hacer evolucionar el fundamento
jurídico mismo del Estado, para influir en la vida misma del país en sus más
profundas raíces. Pero he de añadir que el Parlamento no es un valor caduco, pero
que el mayor o menor valor de un Parlamento no es un valor caduco, pero que el
mayor o menor valor de un Parlamento no es el Parlamento mismo. No es el
sistema. Su importancia se mide por el valor de los hombres que lo constituyen. Su
obra será tanto más valiosa y encumbrada cuanto mejores sean los hombres que
ostenten la representación popular.
En la vida política, como en la misma vida de la sociedad, serán mejores o
peores las instituciones según sean los hombres que las integren.
El momento actual del mundo, y especialmente, el de nuestra Patria, exige de
cada uno de nosotros que nuestra conducta no se limite a cumplir con nuestro
deber, sino que sea ejemplo de sacrificio y abnegación.
Pareja a la honradez ha de marchar la ecuanimidad en el gobernante,
reflejada en su amor a la justicia. En lo que a mí hace, pongo el espíritu de justicia
por encima del Poder Judicial, que es requisito indispensable para la prosperidad
de las naciones; pero entiendo que la justicia, además de independiente, ha de ser
eficaz, y que no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan a compás
del sentimiento público. Muchos alaban en los tribunales de justicia su sentido conservador, entendiendo por ello que defienden lo tradicional por el solo hecho de
serlo. Lo considero un error peligroso, tanto porque puede poner en oposición a la
justicia con el sentimiento popular, cuanto porque a la larga produce un organismo
anquilosado. La justicia, en sus doctrinas, ha de ser dinámica, y no estática. De otro
modo se frustran respetables anhelos populares y se entorpece el desenvolvimiento
social con grave perjuicio para las clases obreras. Estas, que son, naturalmente, las
menos conservadoras en el sentido usual de la palabra, al ver como se le cierran los
caminos derecho, no tienen más recursos que poner su fe en los procedimientos de
la violencia.
Considero también que es deber primordial de todo gobernante cuidar la
cultura de su pueblo como el depósito más preciado que se va trasmitiendo de
generación en generación. No creo que en esta idea básica pueda haber
discrepancias; pero si pueden presentarse en los métodos para su cumplimiento. El
mío se ha de dirigir tanto en un ansia de profundidad como en un anhelo de extensión, y esto, no solo en el orden de la enseñanza teórica, sino también de la
práctica, tan abandonada hasta el presente. Me parece que ninguna labor puede
ofrecer un carácter más democrático que la de hacer asequibles los estudios
superiores aun a las clases más modestas. Las universidades no han de ser el
recinto de los que quieran estudiar o de los que económicamente puedan hacerlo,
sino de los que lo merezcan por sus dotes intelectuales, aunque no puedan
económicamente. La capacidad y no el dinero ha de ser la llave que abra a todos los
ciudadanos las puertas de la ciencia.
Podría parecer ociosa cualquier alusión a mi propósito de ser un fiel
guardador del orden público. La tranquilidad material, tanto como la pacificación
espiritual, son condición indispensable para la convivencia, como lo es la ley para la
organización de la sociedad. El orden fructífero no nace de la fuerza sino de la
justicia. Antepondré siempre esta virtud a aquella potestad. Deseo fervientemente
que, compenetrados todos de las excelencias de la paz social y de la tranquilidad
pública, el período presidencial que hoy se inicia desconozca los estragos de la
violencia. No obstante, y sin que se me interprete como desafío o amenaza, sino
para que sirva de sana, previsora y cordial advertencia, seré inflexible con quienes
pretendan desconocer el imperio de la ley o conculcar el orden constitucional.
Señores, aunque quisiera no podría ocultar la emoción que me embarga al
contemplar, junto a los representantes diplomáticos acreditados ante nuestro
gobierno, las brillantes embajadas extraordinarias que han venido a reiterarnos el
cariño que nos profesan.
Correspondo a este gesto haciéndoles llegar la gratitud más profunda de un
pueblo emocionado. Que los pueblos que han tenido el gentil gesto de hacerse
representar ante nosotros en el momento que retomamos la senda constitucional,
estén seguros de que todos los argentinos llevaremos su recuerdo prendido del
corazón. A los países de nuestra estirpe, lleguen con unción fraterna, las
expresiones de los más dilectos sentimientos que por mandato de la sangre y de la
historia mantienen la hermandad latinoamericana. Y a través de mares y fronteras
vayan nuestros mejores afectos a cuantos comprendan nuestro deseo de vivir
dignamente y en paz con todos los países.
En un mundo todavía convaleciente de la última catástrofe, reconforta la
aproximación espiritual que percibimos. Para los argentinos, que hemos hecho de
la paz un culto a nuestros héroes vencedores en cien batallas, nada puede sernos
más grato que estrechar los lazos que nos unan al resto de la humanidad. Que nos
unan al resto de la humanidad con este fervor místico que ponemos en mantener
los sentimientos que la amistad crea. De este modo, nuestro corazón es un gran receptáculo de emociones que, dispuesto a prodigarlas, siente cual ninguno la menor
tibieza o amago de defección. Sensible y comprensivo, nuestro pueblo, como
nuestro corazón, sabe mantenerse invulnerable a las influencias que bajo cualquier
pretexto pretendan atenazar su alma o comprometer su albedrío. Una tradición
multisecular viste las acciones rutinarias de cada día con el doble ropaje de la
propia estimación y del respeto a nuestros semejantes. De ahí el criollo pundonor
de cumplir la palabra empeñada: el gaucho de nuestros campos guarda fidelidad a
una promesa, y el gobernante argentino sabe hacer honor a la firma puesta al pie de
un tratado convenido con otro pueblo, también soberano, que merece, como
nosotros mismos merecemos, el mayor respeto a la libertad de sus decisiones.
Aceptando un compromiso, ha de ser cumplido lealmente. En este terreno la Argentina puede hablar bien alto, y no seré yo quien quiebre una tradición, sino quien
la refuerce en la medida de mis posibilidades.
Esta ha sido y seguirá siendo la simplísima filosofía que guía nuestras
relaciones internacionales: se han de asentar en el respecto de la Argentina hacia
todos los demás países; pero este respecto ha de ser recíproco. No cabe admitir de
nadie, grande o pequeño, intromisiones descaradas o encubiertas en asuntos que
afecten a nuestra soberanía. Puedo proclamar con orgullo que en este sentimiento
de independencia me he visto acompañado por la población civil y por las fuerzas
armadas que, en la custodia de esa soberanía, tienen su mayor razón de ser.
La Argentina ha condensado todo el derecho internacional público en la frase
“la victoria no otorga derechos”. Esta frase envuelve el concepto de que los
argentinos defendemos nuestros derechos con el sacrificio de nuestras vidas, pero
una vez que lo hemos hecho prevalecer, no ambicionamos nada de los demás.
Consecuencia de esta posición espiritual, es que siempre hayamos procurado
resolver convencionalmente los conflictos existentes o posibles, los problemas
presentes o futuros. Hemos elegido con plena libertad, cual corresponde a un país
libre, el camino que en el terreno internacional más conveniente era para los
intereses patrios; pero una vez hecha la elección, nuestra conducta ha seguido una
trayectoria recta. Si la incomprensión ajena o las pasiones descarriadas, que se dan
en los pueblos como en los individuos, han pretendido en alguna ocasión –
posiblemente por sostener criterio propio y no querer doblegarnos ante exigencias
extrañas– podemos hoy afirmar con satisfacción, que se ha iniciado la corriente
rectificadora y que no pasará mucho tiempo sin que todas las gentes reconozcan
que ninguna nación nos ha aventajado en el cumplimiento de los deberes que los
compromisos contraídos nos imponen dentro de nuestro orden constitucional y
legal. Nuestro ferviente deseo sería que, para la paz del mundo, todas las naciones
se ajustasen a los pactos con igual desinterés que nosotros lo hacemos. Pero es
necesario tener en cuenta que, cuando las decisiones internacionales rebasan el
marco general de las declaraciones constitucionales, los pueblos pueden optar por
no convalidar las extralimitaciones en que se haya incurrido o recurrir a la reforma
de su Constitución. Y en este punto delicado, donde las nuevas concepciones
mundiales sobre la organización política y económica del futuro, asentadas en las
Actas de México y San Francisco convergen o chocan con el tradicional modo de ser
establecido en nuestra Carta Magna, necesitaré de la inteligencia y del patriotismo
de vuestra honorabilidad para establecer la definición certera de lo que mejor
convenga a la República.
Señores senadores, señores diputados, el genio del Gran Capitán de los Andes
nos confió el legado irrenunciable e imprescindible de nuestra nacionalidad
independiente, pero si queremos ser fieles a nuestros padres y a nosotros mismos,
no podemos sustraer de nuestra sangre y de nuestro espíritu la voz ancestral de los
aborígenes que por milenios poblaron nuestra tierra, ni el don preciado de la
civilización dos veces milenaria que, bajo la advocación de la Cruz, nos trajeron los
caballeros de España. La fusión de ambas culturas, limando aristas y rectificando
perfiles, ha dado a nuestro pueblo un sentido humano de la vida, que si bien puede
compararse al clasicismo griego y latino supera a éstos por haber tamizado sus
esencias con el sortilegio de la redención cristiana. Nuestra civilización no sólo
tiene la virtud de ser humanitaria, porque siente la piedad que merece toda la vida
del hombre, sino que reúne el mérito de ser humanista, porque aprecia los valores
morales de la dignidad humana. Por esto, nuestro pueblo, este pueblo hecho –
como al comienzo decía– de altivez y de ternura, rehúye tanto la imposición como
la cobardía. Desprecia tanto al que le exige sin razón como al que se humilla sin
motivo, y exalta tanto al que ordena ante la resistencia obstinada de quien se
empeña en desobedecer deberes esenciales, como al que sufre arbitrariedades e
injusticias. Este sentido ponderado del arte de vivir ha dado a nuestro pueblo el
fino sentido del arte de gobernar. Para ello reserva al hombre las grandes virtudes
individuales de la creación artística, del perfeccionamiento cultural, del
cumplimiento de los deberes que le incumben en su esfera privada de acción y en el
dominio y manejo de su conciencia. Por esto la Constitución argentina proclama
intangible el sagrario interior de cada ser humano. Y otorga al pueblo el manejo de
la cosa pública por medio de los representantes que él mismo elige, y aun depura su
elección, cribando en segundo grado la designación del primer magistrado y de los
legisladores senatoriales, como para afirmar merecimientos antes de otorgar
definitivamente las investiduras.
Pueblo que sabe compaginar tan equilibradamente el empuje individual del
hombre (que en su imaginación creadora puede arder en subversiones del orden
aceptado), con la inercia que las colectividades saben oponer a las improvisaciones
de la fantasía, puede afrontar la más grave crisis sin que pierda la serenidad
salvadora que se necesita en el momento decisivo.
Esta serenidad salvadora necesitamos en esta hora trascendental. Esta
serenidad salvadora nos dirá a nosotros, dirá a todo nuestro pueblo, dirá a todos
los pueblos del mundo, que la Argentina es una tierra de paz, que tiene el corazón y
los brazos abiertos a todos los hombres de buena voluntad que sepan respetar a su
Dios, sus instituciones, sus leyes y su modo de ser.